Una carta para Gabo
Estas líneas son para desembarazarme y sentirme tranquilo y sentarme contento en el sofá, mientras los noticieros repiten y repiten, las redes sociales se atestan con tu nombre, y yo, como muchos más que te leímos de verdad, aceptamos esta noticia lenta y tranquilamente para reflexionar sobre literatura y periodismo, justo hoy que el periodismo está como está, ya lo sabes.
Estas líneas son para desembarazarme y sentirme tranquilo y sentarme contento en el sofá, mientras los noticieros repiten y repiten, las redes sociales se atestan con tu nombre, y yo, como muchos más que te leímos de verdad, aceptamos esta noticia lenta y tranquilamente para reflexionar sobre literatura y periodismo, justo hoy que el periodismo está como está, ya lo sabes.
No pensé que te nos fueras un Jueves Santo. A principios de marzo del 2014 apareciste chocho, querido, mientras los demás te cantaban ‘Las mañanitas’. Ya todo fue dicho y todo se dirá: que eres un grande, que tu obra perdura; tan potente es tu influjo que hasta quienes no te leyeron publican y dicen tu nombre como el más. Yo no escribiré como lo que todos, sino por qué te aprecio desde el día en que conocí el hielo con tus párrafos, cuando los Aurelianos y los Ariza revoloteaban entre los pasillos de la habitación otoñal de un patriarca viejo y lerdo como una Mamá Grande y absoluta bajo los vallenatos de tu amigo Escalona.
Así eras tú, Gabo. A ti te agradezco el hecho de querer ser periodista, cuando leí tu tremendo reportaje ‘La marquesita de la Sierpe’ y tus gallardas ‘Notas de prensa’. Para un simple estudiante como yo, a quien acostumbraron a leer ‘Cien años de soledad’ o ‘Relato de un náufrago’, eras, en un principio, un colombiano premio Nobel y parte del llamado Boom Latinoamericano. Pero poco a poco fui descubriendo tu mundo, ese mágico periodismo que transmitiste con una muerte anunciada, con un amor en tiempos del cólera, con doce cuentos peregrinos y con las crónicas de un feliz e indocumentado. Casi todos te aprecian, quizá todos dijeron tu nombre más que el de Jesús en aquella Semana Santa. Así es la gente, entiéndela.
Recuerdo cuando leí ‘La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada’. Juro que, mientras para todos es un cuento más, para mí es la crónica más fatal que haya leído. Tantos momentos juntos tenemos, Gabo, como aquella noche en que, a mis quince años, leía la tragedia de amor de Florentino tocando el violín a su amada Fermina, pero que después de más de cincuenta años terminaron haciendo el amor en un barco fluvial sobre el río Magdalena. Qué historia. Qué irónico era leerte en Piura, bajo los almendros amargos y los algarrobos de Pachitea, y con todos tus libros piratas del mercadillo, con hojas faltas y frases sin tinta, pues no teníamos el dineral que pedían las librerías.
Pero te leíamos…Y ahora ya no tengo más para decirte, ahora que es la hora y los cronistas y grandes escribidores se han puesto a garabatear dulces frases de adiós. Estas líneas son para desembarazarme y sentirme tranquilo y sentarme contento en el sofá, mientras los noticieros repiten y repiten, las redes sociales se atestan con tu nombre, y yo, como muchos más que te leímos de verdad, aceptamos esta noticia lenta y tranquilamente para reflexionar sobre literatura y periodismo, justo hoy que el periodismo está como está, ya lo sabes.