España de fiesta

Por aquí las fiestas se mantienen en un nivel de barbarie mínima: se trepa a un tronco de pino pelado, se persiguen unos patos por la bahía, se cantan maitines en la plaza, en total cogorza y euforia, abrazados a la loca sabiduría estival.

Tal vez se trata de dejar de ser quien somos, o de serlo, por una vez, durante unas horas. Tal vez sólo nos mueve el sencillo placer de tirar tomates a la mujer del vecino.

¿Todo lo justifica la ingesta masiva de alcohol? Sí. Este punto no merece mayor elucidación.

¿Qué hacen las orquestitas de verbena durante el invierno, dónde se esconden? ¿En qué cuevas hibernan, en sueño graso, anticipo de eternidades? El fornicario cantante de boleros veraniegos, ¿sufre entumecimiento testicular durante los meses fríos? Esto de las orquestas de noche en el puerto de pescadores (con sus vocalistas pechugonas y sus versiones de Hotel California y del Dúo Dinámico) le lleva a uno a nostalgias de vino barato, cerveza tibia y encajes ibicencos. En Mallorca uno podía pasarse el verano en esos bailes de plazoletas en los muelles, de terrazas de jazmín y after sun, cambiando amigas por turistas y viceversa, soñando al dictado de alguna divinidad reggae.

Por aquí las fiestas se mantienen en un nivel de barbarie mínima: se trepa a un tronco de pino pelado, se persiguen unos patos por la bahía, se cantan maitines en la plaza, en total cogorza y euforia, abrazados a la loca sabiduría estival.

Una tormenta de verano arrasa la verbena a medianoche: un foco chisporrotea mientras algunos corren botella en mano, con su carcajada y su novia guapa, y a oscuras la playa se transforma en barrizal. ¿Cual es el encanto de las tormentas de verano? Su súbita presencia de otoño y la forma en que al escampar han inaugurado nuevos perfumes, nuevos idiomas para el escarceo de la brisa.