La verbena del pueblo
En unas horas de música, las orquestas de la verbenas hacen bailar a todas las generaciones de un pueblo que se echa a la plaza año tras año, unidos por la música, la comida, la bebida, la fiesta. Para muchos las verbenas de los pueblos resultan anacrónicas, cañí, otra extravaganza más de la España de la pandereta, y seguramente tengan algo de razón. Pero debe haber algo atávico en todo esto que nos lleva a volver cada verano a bailar el Sarandonga al aire libre, en las calles y plazas y entre los vecinos que nos vieron nacer y crecer, y disfrutar y reír rodeado de los nuestros. En verano, España es un pueblo en fiesta.
En unas horas de música, las orquestas de la verbenas hacen bailar a todas las generaciones de un pueblo que se echa a la plaza año tras año, unidos por la música, la comida, la bebida, la fiesta. Para muchos las verbenas de los pueblos resultan anacrónicas, cañí, otra extravaganza más de la España de la pandereta, y seguramente tengan algo de razón. Pero debe haber algo atávico en todo esto que nos lleva a volver cada verano a bailar el Sarandonga al aire libre, en las calles y plazas y entre los vecinos que nos vieron nacer y crecer, y disfrutar y reír rodeado de los nuestros. En verano, España es un pueblo en fiesta.
Recuerdo las paredes de mi casa retemblar con cada canción que las orquestas tocaban en la verbena de mi pueblo. Ya se sabía que durante los días que duraran los festejos los niños nos acostaríamos tarde, y nuestras madres nos dejaban a nuestro aire recorrer las tómbolas, comprar rosquillas, algodón de azúcar y almendras garrapiñadas, montarnos en las atracciones de feria y, en fin, corretear y jugar hasta horas que otros días del año eran prohibidas. En esa libertad aventurera que da la noche, a veces nos escondíamos detrás del palco de la música a fumar nuestro primer cigarrillo, o nos alejábamos algo más, hasta la playa o algún lugar del parque peor iluminado, a jugar a la botella, con la esperanza de besar a Fulanita que tanto me gustaba.
La orquesta comenzaba a tocar y poco a poco los vecinos se arremolinaban en torno al escenario. En las verbenas del pueblo, los primeros en soltarse a mover el cuerpo son los mayores, siempre. Los abuelos sacan a las abuelas a bailar al compás del ‘Me gustas mucho’ de Rocío Dúrcal, y hacia al final de la canción ya son muchas las parejas veteranas que abarrotan los primeros puestos en frente de la orquesta. Los niños revolotean también en las filas más cercanas al escenario y de cuando en cuando echan sus primeros bailes con las abuelas o las tías. ‘Paquito el chocolatero’ suena y son también los más ancianos los que no se resisten ante la fuerza de nuestro pasodoble. Los de mediana edad empiezan a desperezarse en cuanto escuchan los primeros acordes de ‘La ventanita del amor’, y al llegar a ‘Cachete, pechito y ombligo’ solo los más tímidos se quedan sentados en las terrazas de los bares. Empieza la madrugada y los que ahora se acercan a la zona de baile son los jóvenes, que han estado observando con sus cervezas desde las barras el percal. Las músicos verbeneros conocen a su público, y pronto empiezan a tocar ‘Litros de alcohol’ o ‘Dolores se llamaba Lola’ para delirio de los que todavía aguantan.
En unas horas de música, las orquestas de la verbenas hacen bailar a todas las generaciones de un pueblo que se echa a la plaza año tras año, unidos por la música, la comida, la bebida, la fiesta. Para muchos las verbenas de los pueblos resultan anacrónicas, cañí, otra extravaganza más de la España de la pandereta, y seguramente tengan algo de razón. Pero debe haber algo atávico en todo esto que nos lleva a volver cada verano a bailar el ‘Sarandonga’ al aire libre, en las calles y plazas y entre los vecinos que nos vieron nacer y crecer, y disfrutar y reír rodeado de los nuestros. En verano, España es un pueblo en fiesta.