El señor de al lado
9,79 segundos. Cuando se pone a correr, a Usain no hay quien le pare. Y cuando acaba la carrera, tampoco. Da vueltas, salta, llora. Mientras tanto, un cámara le graba. Imperturbable. Da las mismas vueltas que Usain, no salta, no llora.
9,79 segundos. Cuando se pone a correr, a Usain no hay quien le pare. Y cuando acaba la carrera, tampoco. Da vueltas, salta, llora. Mientras tanto, un cámara le graba. Imperturbable. Da las mismas vueltas que Usain, no salta, no llora.
9,79 segundos. Cuando se pone a correr, a Usain no hay quien le pare. Y cuando acaba la carrera, tampoco. Da vueltas, salta, llora.
Mientras tanto, un cámara le graba. Imperturbable. Da las mismas vueltas que Usain, no salta, no llora. Pone cara de pensar: «yo, a lo mío». Y de seguir pensando: «menos mal que me han puesto esta especie de Segway y no me canso, siguiéndole a este tío. A ver si acaba de celebrarlo, que tengo que grabar el salto de pértiga, y ya van por los 5,80 metros».
El señor de al lado. Con mucha frecuencia, es fundamental. Conocí a un presidente ejecutivo de una compañía importante. Me dijo: «tengo muchas ideas. Necesito que alguien les ponga patas».
En el caso de Usain, él pone las patas, en zancadas largas y a gran velocidad. En ese sentido, el señor de al lado no hace nada. Pero cuando yo, desde mi casa, quiero ver lo que ha hecho Usain, empieza la importancia de ese señor. Porque como le falle algo en la cámara, tendré que leer en un periódico que Usain corrió mucho, pero no veré ni la carrera ni la celebración.
Todos nos necesitamos. Algunos hacen cosas importantes. Otros cogen el Segway. La gente ve -vemos- al «importante». Se nos olvida el otro.
Hace años escribí un artículo en el que me refería a un señor que, a la 1 de la madrugada, limpiaba, hoja por hoja, un ficus que había en la entrada de un edificio donde yo trabajaba. Me sorprendió. Estaba acostumbrado a ver el ficus limpísimo. Yo creía que era así.
Aquella noche descubrí la importancia del señor de al lado.