No quedan días de verano
Recuerdo cuando pasaban las calles muy rápidas delante de nosotros y sonaba Antonio Vega en la radio del coche. Al archivar cada verano se revuelven en la memoria todos los agostos de Madrid.
Recuerdo cuando pasaban las calles muy rápidas delante de nosotros y sonaba Antonio Vega en la radio del coche. Al archivar cada verano se revuelven en la memoria todos los agostos de Madrid.
Recuerdo cuando pasaban las calles muy rápidas delante de nosotros y sonaba Antonio Vega en la radio del coche. Al archivar cada verano se revuelven en la memoria todos los agostos de Madrid. Se aparecen adosados a la mezcla de asfalto y calor, reviviendo el tiempo en el que esta ciudad era casi amable, cuando las vacaciones la convertían en una capital pizpireta de provincias, y conocías a la gente del bar de copas, casi les saludabas por la calle, y hablabas con aquella chica que no te había mirado en todo el invierno. No había que respetar los semáforos de madrugada ni las promesas de primavera, y otras normas también iban desapareciendo entre la música en directo del camping de Osuna o Lady Pepa cuando todavía era Lady Pepa, último refugio de los músicos perdidos y politoxicómanos, y no lo que es ahora, la cueva para turistas fresas mejicanos donde no se puede ni fumar.
Decía Miguel Mihura que acabó dándose cuenta de que la vida alegre al final no era tan alegre, sobre todo para ellas. Pero a los veintitantos nosotros no habíamos hechos esos descubrimientos, y seguíamos compadeciendo a los dionisios que ya se hacían los trajes a la medida de las expectativas de septiembre, planeando familias y recorridos laborales. La vida no lo sé, pero las noches de agosto sí que eras alegres y divertidas en el Madrid de los años veinte; de nuestros veinte.
Recuerdo al barman de un garito genial de música española, que me vio llegar solo y me preguntó que dónde estaba ella. Y yo ni idea de adónde se había ido, así que me encogía de hombros y pedía la copa para disfrutar de una melancolía concupiscente, tratando de encajar con dignidad la pérdida que intuías que iba a marcarte la vida con grises permanentes, que esos tatuajes sí que son de verdad imborrables.
Después ya se hizo imposible alargar más las adolescencias y empezamos a dedicarnos a cosas serias, la vida triste que tampoco es tan triste bien mirada, sobre todo para ellas.
A veces me cruzo con Itxu Díaz y hablamos de aquellos tiempos como si fuéramos veteranos de la batalla de Balaclava en la película de Las cuatro plumas. Puede resultar estúpido, pero yo de aquellos agostos recuerdo que las calles pasaban muy rápido delante de nosotros, y la música de Antonio Vega en el coche. Y entonces me regresa el nombre de ella, y te prometo que me duele como si de verdad guardara en el pecho metralla de una guerra perdida.