THE OBJECTIVE
Fernando Garcia Iglesias

El fin de ETA

He perdido la cuenta de cuántas veces me han preguntado dónde estaba el 11 de Septiembre de 2001. No tanto por curiosidad o morbo, sino por un sentido de comunión ante los momentos que hacen girar la historia, todos queremos saber qué hacían los nuestros en un día que cambió el mundo, un acontecimiento que tristemente marcó a una generación.

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El fin de ETA

He perdido la cuenta de cuántas veces me han preguntado dónde estaba el 11 de Septiembre de 2001. No tanto por curiosidad o morbo, sino por un sentido de comunión ante los momentos que hacen girar la historia, todos queremos saber qué hacían los nuestros en un día que cambió el mundo, un acontecimiento que tristemente marcó a una generación.

He perdido la cuenta de cuántas veces me han preguntado dónde estaba el 11 de Septiembre de 2001. No tanto por curiosidad o morbo, sino por un sentido de comunión ante los momentos que hacen girar la historia, todos queremos saber qué hacían los nuestros en un día que cambió el mundo, un acontecimiento que tristemente marcó a una generación. Pocos años antes, el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco a manos de los terroristas de ETA tuvo el mismo efecto en la sociedad española de finales de los 90. La banda le echó un pulso al país y perdió. Mataron a un héroe, pero comenzaron a cavar su propia tumba. El espíritu de Ermua unió a un país de manos blancas en las calles y los que tenían las manos teñidas de sangre vieron que este era el principio del fin.

Tras la detención de los etarras David Pla e Iratxe Sorzabal se descabeza de nuevo a la banda terrorista. Desde el gobierno se apresuran a decir que es ‘el acta de defunción de ETA’, y ojalá estén en lo cierto. Un millar de muertos e incontables heridos, víctimas y familiares que durante muchos años, humillados en las calles por los fanáticos y cruzándose con los asesinos en los supermercados, han tenido que esconder la cara como si ellos fueran los malos del cuento, que huían de los funerales de sus muertos por la puerta de atrás de las iglesias en las horas más oscuras del catolicismo vasco, sintiendo el desamparo y la soledad de una sociedad cómplice de los encapuchados que miraba para otro lado ante los crímenes. Fueron años muy duros para las víctimas del terror vasco, que veían homenajear a los verdugos y deshonrar a los muertos.

Creyeron ellos, los gangsters de la chapela, que mancharse las manos de sangre y empuñar una pistola les daría una vida de héroe tribal, de gudari al que cantarían alabanzas las generaciones venideras. Ahora caen, sin embargo, cogidos en sus tristes vidas de fugitivos, como ratas escondidas, y nosotros, los vencedores, alzados en el heroísmo de nuestros mil muertos, no os damos ni una mísera portada de periódico.

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