Bajar las armas
En la finca de los abuelos había una escopeta de perdigones apoyada en una esquina, entre el mueble de la entrada y la pared. Al terminar la sobremesa, cuando hacía bueno, salíamos al jardín a reposar bajo la parra y a practicar nuestra puntería
En la finca de los abuelos había una escopeta de perdigones apoyada en una esquina, entre el mueble de la entrada y la pared. Al terminar la sobremesa, cuando hacía bueno, salíamos al jardín a reposar bajo la parra y a practicar nuestra puntería
En la finca de los abuelos había una escopeta de perdigones apoyada en una esquina, entre el mueble de la entrada y la pared. Al terminar la sobremesa, cuando hacía bueno, salíamos al jardín a reposar bajo la parra y a practicar nuestra puntería. Poníamos una lata vieja en el muro que se levantaba para dividir el jardín de los maizales, a unos quince metros de donde estábamos en la baranda. Con poco más de diez años, mi abuelo me enseñó a abrir el cañón para meter los balines, a sujetar la escopeta contra el hombro, a colocar los pies adecuadamente, a contener la respiración cuando el dedo acariciaba el gatillo y veía la lata allá lejos entre los puntos de la mira, pero sobre todo a apuntar al suelo cuando cogía la escopeta en mis manos, con cuidado extremo ?esto no es un juguete, decían?, y solo alzarla cuando quisiera disparar. Con la distancia que dan los años y los fardos de algodón con que el siglo XXI nos ha adoctrinado a mimar a nuestros niños, todo aquello parece ahora una temeridad. Eran otros tiempos y nosotros nos divertíamos así.
No he vuelto a empuñar un arma desde entonces. Mis amigos me invitan a ir de caza en la campiña inglesa, a matar faisanes y gansos, pero siempre acabo declinando la oferta. Ahora veo los rifles en manos de los locos del ISIS, disparando al aire en los entierros de sus hermanos en la fe, entre niños que no apuntan a latas como hacíamos de pequeños, sino a las cabezas de los enemigos, y veo a los adolescentes americanos que compran sus armas con sus cuentas de Paypal con envío a domicilio como quien compra pantalones o videojuegos, y abren fuego en institutos y universidades, masacre tras masacre. Veo eso y se me quitan las ganas. De la excitación y el nerviosismo que sentía al sostener la respiración, con el pulso firme, y ver la lata exacta en la mira, ya nada queda, solo la memoria.