La maldita obediencia debida
Las imagen del resto óseo con el orificio de bala es dura, cruel, incluso desagradable. Pero la realidad es desagradable muchas veces. Como la muerte es la muerte, se vista con el traje que se la quiera vestir. Y es siempre terrible. Como atroz es siempre la tortura previa a la que someten a sus víctimas las dictaduras y quienes las sirven, siempre con una excusa a mano.
Las imagen del resto óseo con el orificio de bala es dura, cruel, incluso desagradable. Pero la realidad es desagradable muchas veces. Como la muerte es la muerte, se vista con el traje que se la quiera vestir. Y es siempre terrible. Como atroz es siempre la tortura previa a la que someten a sus víctimas las dictaduras y quienes las sirven, siempre con una excusa a mano.
Ahora es un militar de 62 años, Guillermo Reyes, quien en Chile confiesa, tarde, que durante los años que sirvió al Ejército del dictador Augusto Pinochet «cometí crímenes atroces. Estaba obligado a matar, si no me mataban a mí». Es lo de siempre. La maldita obediencia debida que a mí me despierta repugnancia. Si todos esos mansos obedientes no aceptarán las órdenes criminales y se cuadraran en la negativa, esos «crímenes atroces» no se hubieran cometido. Si los milicos en masa no hubieran obedecido no se hubiera producido el horror continuado.
Es Chile, como fue Camboya, como Argentina, Cuba y tantos otros regímenes dictatoriales, de izquierda y derecha, me es igual, no hago distingos. Cuando se cercena la libertad, se persigue, secuestra, tortura y asesina al discrepante, es lo mismo que se haga desde un lado u otro, es igual de repugnante e inadmisible.
La obediencia no es debida. Cuando se recurre a esa argucia se está ocultando la verdad. Es, salvando todas las distancias, cuando los corruptores te dicen «es que si no pago la mordida no trabajo». Si nadie la pagara no habría corruptos. Como tantos pagan, los hay, a manta. Si ningún militar en ningún régimen aceptara convertirse en asesino no habría tantas víctimas. Lo hacen por cobardía. Por miserable cobardía. O por convicción o coincidencia. Y después nos vienen, años después, con la obediencia debida.
Creo en el perdón, claro que sí. Pero me horripila la indecencia. No me gusta el personal que pone cara de inocencia a su culpabilidad. Prefiero a los que han dicho: «Lo hice. Sabía lo que hacía. Sabía que era horrible. Sabía que hacía daño. Era consciente. Ahora me arrepiento. Y si pudiera volver atrás no lo repetiría». A partir de ahí veo más factible el perdón, soy capaz de aproximarme más al ser humano. La obediencia debida es el recurso de los cobardes.