Las elecciones del nuevo régimen
Una cosa fue igual que siempre en la noche electoral del 20 de diciembre. Se repitió el ritual de que casi todos los partidos se sintieron ganadores. En realidad tenían razón: sus portavoces y dirigentes se aseguraban la entrada en el privilegio de ser diputados del Congreso. Como nadie se declaró perdedor, nadie dimitió.
Una cosa fue igual que siempre en la noche electoral del 20 de diciembre. Se repitió el ritual de que casi todos los partidos se sintieron ganadores. En realidad tenían razón: sus portavoces y dirigentes se aseguraban la entrada en el privilegio de ser diputados del Congreso. Como nadie se declaró perdedor, nadie dimitió.
Un sutil cambio semántico fue que los socialistas hablaron mucho de “los españoles”, pero ninguno repitió la letanía de “los españoles y las españolas”. Esperemos que continúe esa reconciliación con la gramática.
Diga lo que diga cada uno, el hecho objetivo fue que el ganador psicológico fue el partido de Podemos. Su proclama en la noche electoral sonaba extrañamente al comunismo de Tito, el de Yugoslavia. De ningún modo el ganador fue el PP, por mucho que apareciera como el partido con más votos. No se sostiene la metáfora del partido de fútbol, donde hay un claro ganador y otro perdedor. Aquí unos ganan por algo y otros pierden por algo también.
En todo caso, el gran perdedor fue la costosísima maquinaria de las encuestas, que nos tuvieron engañados hasta el momento del escrutinio. Una semana antes de las elecciones me atreví a sospechar de las encuestas: se parecían demasiado entre ellas. Por tanto, iban a errar. En efecto, no acertaron. Ni siquiera acertaron en lo fundamental: aseguraron todas una altísima participación. Fue solo moderadamente alta, como siempre. Se equivocaron sobre todo en el resultado para Ciudadanos.
Con relación a los resultados anteriores o históricos, tanto el PP como el PSOE sufrieron un seguro batacazo. No fue tan espectacular como habría supuesto el castigo a la corrupción. Con el mismo rasero del punto de partida, Podemos y Ciudadanos pasaron de la nada a una sustancial representación parlamentaria. El Congreso actual va a ser un guirigay. Nadie entiende cómo vamos a ver a docenas de diputados que no se saben españoles.
El problema ahora no es quién va a gobernar sino cómo. Un resto inmisericorde del antiguo régimen es que el partido que quiera gobernar tiene que contar con los nacionalistas, que, además, ahora son separatistas.
El vaticinio resulta vaporoso, dificultoso y odioso. Nos parecemos a la situación de Portugal, donde gobierna la alianza de los perdedores de la izquierda. Aquí se añade lo específicamente nuestro, que es el secesionismo de algunas regiones. Hay un extraño recuerdo del Frente Popular de 1936. Todo ello hace que el resultado sea ingobernable. Así que lo más probable es una nueva tanda de elecciones generales anticipadas. Por favor, que las hagan con el mínimo coste posible.