La amante del magnate
Cuando me topo en la prensa con alguna noticia acerca de los estrafalarios romances de los magnates del mundo mundial, me entra una extraña sensación, mezcla de asombro, burla y tristeza. No es este lugar para juzgar el comportamiento de personas concretas –con nombre, apellidos, fama y fortuna-, ya que desconozco los avatares de su recorrido vital, esos que la prensa glamurosa (asco de término, al mismo nivel que “cuché”, “it girl”, “hipster” y toda lluvia de extranjerismos con los que ahora se adjetiva la estupidez urbana) no nos cuenta porque desconoce o porque prefiere dejar para el obituario todo aquello que humaniza a sus víctimas. Prefiero hacer un vuelo de águila por la hoguera de las vanidades en la que arden esos hombres (ricos, viejos y casi siempre chaparros y feos) que se pasan los años de oca en oca –de jovencita en jovencita-, aparentemente felices de presentarse en los saraos más exclusivos y fotografiados, con otra nueva mujer, despampanante, todo piernas, que bien podría ser su nieta y que, por esos requiebros del azar, resulta que es su novia, o su amante con billete para convertirse en su próxima esposa, asumiendo que antes y por detrás, la pérfida habrá arreglado algún acuerdo con un abogado para sacarle a la antigualla el divorcio más rentable posible.
Cuando me topo en la prensa con alguna noticia acerca de los estrafalarios romances de los magnates del mundo mundial, me entra una extraña sensación, mezcla de asombro, burla y tristeza. No es este lugar para juzgar el comportamiento de personas concretas –con nombre, apellidos, fama y fortuna-, ya que desconozco los avatares de su recorrido vital, esos que la prensa glamurosa (asco de término, al mismo nivel que “cuché”, “it girl”, “hipster” y toda lluvia de extranjerismos con los que ahora se adjetiva la estupidez urbana) no nos cuenta porque desconoce o porque prefiere dejar para el obituario todo aquello que humaniza a sus víctimas. Prefiero hacer un vuelo de águila por la hoguera de las vanidades en la que arden esos hombres (ricos, viejos y casi siempre chaparros y feos) que se pasan los años de oca en oca –de jovencita en jovencita-, aparentemente felices de presentarse en los saraos más exclusivos y fotografiados, con otra nueva mujer, despampanante, todo piernas, que bien podría ser su nieta y que, por esos requiebros del azar, resulta que es su novia, o su amante con billete para convertirse en su próxima esposa, asumiendo que antes y por detrás, la pérfida habrá arreglado algún acuerdo con un abogado para sacarle a la antigualla el divorcio más rentable posible.
Si tuviera ocasión, me gustaría sentarme un rato frente a ellos, de uno en uno y en un ambiente de confianza –no tengo nada que quitarles ni tienen nada, en principio, que puedan darme- para tratar de descubrir si son capaces de verse desde el otro lado del espejo. Es decir, si al contemplarse junto a esas mujeronas que cortan el hipo, son conscientes del ridículo con el que disfrazan su soledad millonaria o si, por el contrario, creen que la Naturaleza les ha dotado de una planta masculina que para sí quisiera el resto de los varones del universo, un sexapil (¡puaj!…) que ni el mítico Tarzán en blanco y negro, que no solo mejora con los años sino que revienta en beldades llegada la ancianidad. Cabe también la posibilidad de que sean del todo conscientes del imán de su fortuna para toda muchacha hermosa sin principios. Que como un moderno Rey Midas, todo lo que tocan –también la compañía; también el sexo- se impregna del tufo a podrido del dinero.