Animales muertos
Me viene a la memoria la primera vez que, en el campo, me encontré un perro muerto. Era un galgo, un pobre animal al que sus dueños habían abandonado porque ya no servía para cazar liebres. La muerte le había quebrado muy cerca de las aguas del Duero, cuya corriente se detenían en un largo remanso de camino a Oporto, cuyas aguas olían a junquera y barbo.
Me viene a la memoria la primera vez que, en el campo, me encontré un perro muerto. Era un galgo, un pobre animal al que sus dueños habían abandonado porque ya no servía para cazar liebres. La muerte le había quebrado muy cerca de las aguas del Duero, cuya corriente se detenían en un largo remanso de camino a Oporto, cuyas aguas olían a junquera y barbo.
Mis ojos de niño se impresionaron ante la piel acartonada -puro cuero- sobre el armazón de sus costillas, que ya no contenían los entresijos de la vida. Aquel cadáver parecía un disfraz varado entre los abrojos, el perfil de un can español, sin un pellizco de grasa, todo alambre bajo su pelo atigrado, el hocico puntiagudo como la quijada de don Quijote. La podredumbre le había comido los ojos y la lengua, y sus caninos asomaban como si todavía fuese un hambriento mendicante.
Con un palo traté de levantarlo, clavándole uno de los extremos en la columna, que una soga envejecida. Hice palanca y el perro –lo que quedaba de él- se quebró, abriendo a la luz el submundo de tijeretas que habían anidado debajo de una de sus ancas. Pobre animal, pensé. Para que un galgo pierda la querencia de regresar al hogar en donde le daban pan duro, cascajos de arroz y agua, antes tiene que recibir una buena paliza de las mismas manos que le acariciaban los belfos cuando lo destetaron para convertirlo en un corredor de primera.
Algunos perros apaleados se vuelven montaraces. Para sobrevivir se juntan con otros perros asilvestrados con los que buscan en las basuras algo que llevarse al estómago. Pero hay otros, como aquel galgo, que en la tristeza olvidan la necesidad de comer, de apagar la sed, y reniegan del imán que ejerce el río con todos los animales de la dehesa. Por eso caen a pocos metros de la ribera, mareados por el hambre, la lengua pegada al paladar, empeñados en huir de un mundo que de pronto los repudia.
Con el tiempo me he encontrado el cadáver de otras bestias apergaminadas en mitad del paisaje, todas ellas (en sus cabezas de cuencas negras) con el gesto de haber sido vencidas.