THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

Nietzsche se enfada

En marzo de 1883, Nietzsche escribió desde Génova una furiosa carta a su editor en Alemania, Ernst Schmetizner, atribuyéndole graves cargos de incuria, porque el buen hombre, al que había confiado el manuscrito de Así habló Zaratrusta, no parecía tener prisa por sacar a la luz el libro, el más importante que había escrito, destinado a partir las aguas de la historia moral de la humanidad. Schmetizner se disculpó como pudo ante su ilustre y mercurial autor, asegurándole que el libro se enviaría a la imprenta sin más tardanza. Pero el enfado de verdad llegó un mes más tarde, cuando el joven Nietzsche –aún tenía 39 años– descubrió el verdadero motivo del retraso: A la imprenta de Leipzig le había caído de última hora un encargo de medio millón de misales que debían estar a tiempo para la Semana Santa. Sospecho que hasta Nietzsche tuvo que reír ante la idea de que el anuncio de la muerte de Dios, en boca de su loco y vehemente profeta, tuviera que ser pospuesto un Domingo de Resurrección más.

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Nietzsche se enfada

En marzo de 1883, Nietzsche escribió desde Génova una furiosa carta a su editor en Alemania, Ernst Schmetizner, atribuyéndole graves cargos de incuria, porque el buen hombre, al que había confiado el manuscrito de Así habló Zaratrusta, no parecía tener prisa por sacar a la luz el libro, el más importante que había escrito, destinado a partir las aguas de la historia moral de la humanidad. Schmetizner se disculpó como pudo ante su ilustre y mercurial autor, asegurándole que el libro se enviaría a la imprenta sin más tardanza. Pero el enfado de verdad llegó un mes más tarde, cuando el joven Nietzsche –aún tenía 39 años– descubrió el verdadero motivo del retraso: A la imprenta de Leipzig le había caído de última hora un encargo de medio millón de misales que debían estar a tiempo para la Semana Santa. Sospecho que hasta Nietzsche tuvo que reír ante la idea de que el anuncio de la muerte de Dios, en boca de su loco y vehemente profeta, tuviera que ser pospuesto un Domingo de Resurrección más.

Al igual que Max Weber, me considero “musicalmente no religioso”. No tengo oído para la religión. Fui educado en la tradición católica sin excesivo énfasis, ni por parte de mis padres ni por parte de los jesuitas, orden a la que fue confiada mi educación. No recuerdo haber sido coartado y en cambio sí tengo vivas evocaciones de estimulantes charlas con mis educadores, en una atmósfera de autonomía intelectual. Algunos de mis amigos más inteligentes y agudos son creyentes. Como no pocos católicos, celebraría un aggiornamiento de ciertos pasajes del catecismo. Pero mi experiencia vital me ha precavido de todo anticlericalismo, manía no difunta que detesto, y también de creerme mucho la parodia de creyente, cerril y supersticioso, que a veces se quiere hacer pasar por norma. El mundo es amplio y las biografías diversas, así que no dudo que otros puedan tener experiencias más desagradables. Pero no es mi caso y considero que el catolicismo, al menos el que yo he conocido, tiene la lección de la tolerancia aprendida: clérigos más molestos me he encontrado en ámbitos pretendidamente laicos. Quizá por eso me da un poco de pereza leer esos tratados de iniciación en el ateísmo de Dawkins, Dennet o Hitchens. Pero me gusta leer sobre religión y modernidad y estoy disfrutando mucho La Edad de la Nada: el Mundo después de la Muerte de Dios, de Peter Watson, donde se cuenta la anécdota de Nietzsche. Tanta simpatía tengo por el genial cascarrabias de Basilea como por aquellos que un Lunes como hoy echan mano de su misal y miran al cielo.

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