Un portaviones varado en el océano

Ternísima la imagen del pequeño japonés contemplando embelesado los cerezos en flor. Lástima que el hombre se tape con una mascarilla, seguramente no por temor a la alergia sino a la contaminación atmosférica.

Japón dio el mayor paso de modernización de un país que se conoce en el mundo. Dejó atrás el sable y el crisantemo y se enroló en la lista de los pocos países que han producido ciencia. Pero se quedó varado. Lleva así una generación y no hay trazas de que pueda navegar otra vez. No ha vuelto a suceder el equivalente de la revolución meiji de hace más de un siglo.

El inconveniente es el aislamiento cultural. Simplemente, la lengua japonesa (como la china, emparentada en la escritura) no es de comunicación internacional. Si acaso prosperara la versión escrita con caracteres latinos, habría alguna esperanza. Pero siguen con sus miles de ideogramas, útiles solo para leer a los clásicos. Las minorías pensantes del Japón pasan al inglés. En Occidente se ha puesto de moda aprender chino y japonés, pero solo para presumir.

Además de la lengua hay otras rémoras para que el Japón siga prosperando. No es menor la alta densidad de población en un territorio mayormente montuoso. Carece de materias primas. No admite inmigrantes. Recibirá a muchos turistas, pero serán más los japoneses que viajen al resto del mundo, ávidos de contemplar los vestigios de la cultura occidental, asombrosamente variados y dinámicos.

Como siempre, el gran adversario del Japón es China. Ninguno de los dos va a ser una primera potencia mundial por lo que respecta al avance del conocimiento. Otra vez el idioma. Ambos países contarán con las fábricas más productivas del mundo. Pero ahora el valor añadido está en otra parte.