Aprendiendo a volar
Una niña japonesa se lanzó desde la planta cuarenta y tres de su edificio en un intento por volar, imitando así los dibujos animados que veía. La dramática noticia ha causado estupor, avivando el debate sobre los efectos de algunos contenidos televisivos en la infancia.
Una niña japonesa se lanzó desde la planta cuarenta y tres de su edificio en un intento por volar, imitando así los dibujos animados que veía. La dramática noticia ha causado estupor, avivando el debate sobre los efectos de algunos contenidos televisivos en la infancia.
Pero confundir la ficción con la realidad no es solo cosa de niños. Nosotros, los de mi generación, también vivimos nuestra particular transición televisiva: pasamos de crecer con unos señores que recitaban a pies juntillas el catecismo marxista a pensar que seríamos norteamericanos, viviendo en casas con perro y jardín, al más puro estilo de “El gran héroe americano”. La ficción se ha convertido en unos de los pilares sobre los que proyectamos el edificio de nuestras vidas. Y todos hemos disfrutado y sufrido con esas ilusiones.
Un falso atentado en la Casa Blanca que sólo existió en Twitter hizo bajar en minutos casi 150 puntos el índice Dow Jones. Y Frank Underwood, desde su trono televisivo, no duda en combinar su apoyo al gobierno de Enrique Peña Nieto con la reprimenda a David Cameron por sus enredos panameños. También hay algo de ficción en suelo patrio, cuando unos y otros se esfuerzan en hacer creíble una representación que difícilmente va más allá de su imaginación.
Como decía Michael Ende, “literatura y mentira están hechas de la misma sustancia: la ficción”. El problema no esté en confundir realidad y ficción, sino en confundir la verdad con la mentira. El problema no es haber convertido la televisión en la “gran maestra”. El problema es que hemos pasado de una ficción en la que el bien y el mal existían, y eran identificados con cierta claridad, a una ficción en la que resulta imposible distinguir entre la representación de estos opuestos.
La vida no es el bien y el mal, sino sólo el escenario donde bien y el mal se representan. En este escenario, los actores parecen haber confundido sus papeles, renunciando a su propia identidad, modificando el guión según sus intereses, representando sin previo aviso una obra diferente a la anunciada en el cartel. Los hombres quieren aprender a volar y, como decía Martín Gaite, “mientras dure la vida, que no pare el cuento”.