Estrellas en la luna
El funeral de mi abuelo se lo pasó el cura de mi pueblo hablando de Mel Gibson. La colegiata llena. Mi abuelo nunca tuvo una relación estrecha con Mel Gibson. No tuvo ninguna de hecho. Pero al párroco le pareció bien traído el personaje. El caso es que el tipo no había empezado mal la misa: fíjense ustedes, no somos nadie. De un día para otro un ser querido nos deja, así, inesperadamente. Repentinamente. Como Mario, que solo tenía (ojea la chuleta) 87 años. Bueno, la verdad es que Mario tampoco era un niño ya.
El funeral de mi abuelo se lo pasó el cura de mi pueblo hablando de Mel Gibson. La colegiata llena. Mi abuelo nunca tuvo una relación estrecha con Mel Gibson. No tuvo ninguna de hecho. Pero al párroco le pareció bien traído el personaje. El caso es que el tipo no había empezado mal la misa: fíjense ustedes, no somos nadie. De un día para otro un ser querido nos deja, así, inesperadamente. Repentinamente. Como Mario, que solo tenía (ojea la chuleta) 87 años. Bueno, la verdad es que Mario tampoco era un niño ya.
Viendo que no podía decir mucho de mi abuelo, decidió entonces irse a por Mel Gibson. De Mel Gibson sí que controlaba. Eran los días en que el actor, ahora director, estrenaba en España su polémica pasión de Cristo. Al cura no le había gustado la peli, daba igual que no la hubiera visto. Y quiso meterse con el cineasta a la manera española, o sea, atacándole por el bolsillo. Ese Mel Gibson, que tiene más millones que estrellas hay en la luna, dijo. Aquella metáfora, o como quiera que se llame esta hipérbole desquiciada, me pareció de un valor poético altísimo y precioso, tanto más por accidental.
Me he acordado de esto, no sé muy bien por qué, leyendo la historia de un señor de Vigo, José Ángel se llamaba, que murió hace unos días solo, en una casa que había llenado de basura. José Ángel tenía síndrome de Diógenes. Tenía también una bicicleta vieja que montaba por las tardes. Alzado sobre sus pedales peregrinaba, de contenedor en contenedor, haciendo acopio de desperdicios como tesoros. Y tenía un ordenador. En el mundo analógico, José Ángel era un tipo acabado, sin familia ni trabajo, un loco de vida penosísima. En el mundo digital, sin embargo, se transformaba, como se transforma Clark Kent al salir de una cabina de teléfono.
En Facebook, José Ángel se sentía Superman. Había engalanado su muro de fotos de la ría de Vigo, de puestas de sol y de amaneceres. Allí decía haya paz, y amor, y esperanza. Haya niños y gatitos. Y todo eran me gustas y corazones. Allí no estaba solo. En Facebook tenía 3.500 amigos. Tenía más amigos que estrellas hay en la luna. Y era feliz. El otro día abandonó la realidad analógica en su casa, a los 51 años, emparedado entre basura. Lo enterraron en una fosa sin nombre. No tuvo un funeral en una colegiata ni ningún cura le dedicó su misa a Mel Gibson. Ahora debe de ser polvo de estrellas, de esas que abundan en la luna. Y supongo que así está bien.