La democracia inviable
El Gobierno francés del socialista Manuel Valls, apoyado por el presidente de la República Francois Hollande, ha aprobado la ley de reforma laboral sin someterla a la aprobación de una Asamblea Nacional que la hubiera rechazado. Parte de su bancada habría votado en contra con la oposición. Esta oposición de centroderecha pese a ser plenamente consciente de que la reforma laboral es necesaria no está dispuesta a darle ni agua al jefe de Gobierno. Y se ha apuntado, con la izquierda del partido socialista, al baile parlamentario demagógico y populista de acompañamiento a las acampadas parisinas y demás festejos de la irresponsabilidad organizada. Recurrir a un artículo de emergencia para imponer al parlamento una ley sin mayoría es cosa fea. Por mucho que en Francia lo hayan hecho los distintos gobiernos desde 1958 la friolera de 80 veces. Pero el problema capital no está ahí sino en la incapacidad ya patológica de los gobiernos franceses de lograr mayorías para una reformas imprescindibles cuya paralización van dejando varada la economía de un riquísimo país cada vez más viejo en sus estructuras y en sus mecanismos de funcionamiento. Lo cierto es que hay también una incapacidad patológica en la sociedad francesa para entender que aunque sean los privilegiados hijos del jardín francés y del Estado del Rey Sol, a ellos también les afectan las leyes generales de la economía y las relaciones laborales en un mundo globalizado. Y que sus esfuerzos, los de sus sindicatos, los de su casta política, los de su juventud izquierdista radicalizada, para mantener a Francia en una relaciones laborales más propias de los años setenta del siglo pasado que de la actualidad, ya no son solo contraproducentes. Es que son un peligro para el futuro de su propia estabilidad. Los países comparables en tamaño en Europa, Alemania y el Reino Unido, están ya muy lejos de Francia en su marco legal, sus formas de producción y organización social.
El Gobierno francés del socialista Manuel Valls, apoyado por el presidente de la República Francois Hollande, ha aprobado la ley de reforma laboral sin someterla a la aprobación de una Asamblea Nacional que la hubiera rechazado. Parte de su bancada habría votado en contra con la oposición. Esta oposición de centroderecha pese a ser plenamente consciente de que la reforma laboral es necesaria no está dispuesta a darle ni agua al jefe de Gobierno. Y se ha apuntado, con la izquierda del partido socialista, al baile parlamentario demagógico y populista de acompañamiento a las acampadas parisinas y demás festejos de la irresponsabilidad organizada. Recurrir a un artículo de emergencia para imponer al parlamento una ley sin mayoría es cosa fea. Por mucho que en Francia lo hayan hecho los distintos gobiernos desde 1958 la friolera de 80 veces. Pero el problema capital no está ahí sino en la incapacidad ya patológica de los gobiernos franceses de lograr mayorías para una reformas imprescindibles cuya paralización van dejando varada la economía de un riquísimo país cada vez más viejo en sus estructuras y en sus mecanismos de funcionamiento. Lo cierto es que hay también una incapacidad patológica en la sociedad francesa para entender que aunque sean los privilegiados hijos del jardín francés y del Estado del Rey Sol, a ellos también les afectan las leyes generales de la economía y las relaciones laborales en un mundo globalizado. Y que sus esfuerzos, los de sus sindicatos, los de su casta política, los de su juventud izquierdista radicalizada, para mantener a Francia en una relaciones laborales más propias de los años setenta del siglo pasado que de la actualidad, ya no son solo contraproducentes. Es que son un peligro para el futuro de su propia estabilidad. Los países comparables en tamaño en Europa, Alemania y el Reino Unido, están ya muy lejos de Francia en su marco legal, sus formas de producción y organización social.
Pero vayamos más allá de los peligros que asume Francia con sus miedos a las reformas y su cautividad bajo el poder de fuerzas profundamente egoístas y reaccionarias como los sindicatos y la administración. En todo el mundo desarrollado se ven ya los límites de las democracias a la hora de tomar las decisiones necesarias para su prosperidad, para su continuidad y hasta para su supervivencia. Con todas las perversiones de los medios de comunicación de masas y redes sociales y su inmenso poder, con la tiranía de la manipulación y la servidumbre de las leyes de la transparencia que impiden todo debate o discusión fuera del alcance de la agitación y tergiversación de datos, hechos y fuentes, todas las democracias se mueven hoy condicionadas en su conducta por una irracionalidad que impide tomar las decisiones correctas por urgentes y necesarias que estas sean. Cualquier político que hoy pretenda decir la verdad se verá marginado, hostigado y por tanto muy pronto despojado de todo poder político para poder llevar a cabo las medidas que respondan a las verdades que había expuesto. Por el contrario, todas las medidas irracionales y demagógicas sobre atajos hacia el bienestar o liquidación de problemas, como los llamamientos sentimentales y alusiones a la magia humanitaria recibirán apoyos entusiastas de medios y población. Por evidentes que sean sus inmensos costes a medio o largo plazo. Serán por ello también defendidos con vehemencia por una clase política a la que solo importa el voto y la supervivencia en su cargo por medio de la ratificación electoral de su popularidad. La irracionalidad se ha hecho con el poder. La verdad solo garantiza perderlo al que ose utilizarla. El caso de la reforma laboral francesa solo es un pequeño indicio de cómo la democracia sin racionalidad, ética de la responsabilidad y cultura del coraje es una fiesta disparatada que nos lleva a la catástrofe y la tiranía.