La fórmula
Venezuela se ha convertido en la Rusia o la Cuba o la República Checa de una nueva generación. En el país que ha dejado de ser tal para considerarse un sistema o, a lo sumo, una ideología o, como les gusta llamarla a algunos: una voluntad. Y dentro de esa voluntad solo percibimos un ente en que unos discuten y otros aplauden en función no de argumentos, sino de emociones. Lo cierto, aunque se empeñen en negar las evidencias, es que lo prosaico de lo estatal prevalece a la poético de la diversidad. Como si Venezuela fuese una masa sometida al vulgar trapicheo del pensamiento único y no la pluralidad de ideas básicas en cualquier régimen constitucional que se precie, según Peter Häberle, a pesar de los riesgos que esta libertad y esta modernidad nos supone. Riesgos que muchos no están dispuestos a asumir por un motivo muy simple: porque si los asumieran no estarían donde hoy están. Todo ocurre, parafraseando al poema de Borges, porque un hombre la ha secuestrado. Un hombre que se llama Maduro, pero que pudo llamarse Chávez, porque a estas alturas de la serie los nombres son lo de menos. Aquí importa el color que lleves, que apoyes los dogmas de su movimiento, que te ciegues hasta admitir una realidad que por cien veces escrita se ha elevado a los altares de la verdad incuestionable.
Venezuela se ha convertido en la Rusia o la Cuba o la República Checa de una nueva generación. En el país que ha dejado de ser tal para considerarse un sistema o, a lo sumo, una ideología o, como les gusta llamarla a algunos: una voluntad. Y dentro de esa voluntad solo percibimos un ente en que unos discuten y otros aplauden en función no de argumentos, sino de emociones. Lo cierto, aunque se empeñen en negar las evidencias, es que lo prosaico de lo estatal prevalece a la poético de la diversidad. Como si Venezuela fuese una masa sometida al vulgar trapicheo del pensamiento único y no la pluralidad de ideas básicas en cualquier régimen constitucional que se precie, según Peter Häberle, a pesar de los riesgos que esta libertad y esta modernidad nos supone. Riesgos que muchos no están dispuestos a asumir por un motivo muy simple: porque si los asumieran no estarían donde hoy están. Todo ocurre, parafraseando al poema de Borges, porque un hombre la ha secuestrado. Un hombre que se llama Maduro, pero que pudo llamarse Chávez, porque a estas alturas de la serie los nombres son lo de menos. Aquí importa el color que lleves, que apoyes los dogmas de su movimiento, que te ciegues hasta admitir una realidad que por cien veces escrita se ha elevado a los altares de la verdad incuestionable.
En Venezuela tratan todos los días con palabras como linchamiento, escasez, represión. La última noticia es la falta de suministro de azúcar. Una situación que les ha llevado al casi adiós a la Coca-Cola, un refresco del que no conocemos la fórmula de sus ingredientes. Es decir, justo lo que no sucede en Venezuela, donde sí conocemos su aritmética, y sin necesidad de leer a Hayek o a Von Mises o ser un despiadado neoliberal o un resentido fascista o cualquier etiqueta que salga de las cavidades supraglóticas del que no tiene más fundamento que el insulto o la burla. Junten a la ausencia de libertades, más el discurso del maniqueísmo, más la carencia absoluta de argumentos para defender una posición, más el odio para con aquel impertinente que se atreva a lo único gratis y provechoso que poseemos: pensar.