La idea más terrible
La prensa recoge la enésima amenaza de EI contra un monumento de la Antigüedad y automáticamente aparece una idea terrible. Qué bárbaros, cómo son capaces de plantearse semejante crimen.
La prensa recoge la enésima amenaza de EI contra un monumento de la Antigüedad y automáticamente aparece una idea terrible. Qué bárbaros, cómo son capaces de plantearse semejante crimen.
Asesinan en Francia, en Yemen, en Bélgica, en Túnez. El impacto es enorme. Nos acostumbramos rápido. Graban y exhiben los asesinatos -no digas crueles, ni ejecuciones, ni inocentes- de un periodista, James Foley; un oficial del ejército del Líbano, Ali al-Sayyed; otro periodista, Steven Sotloff. El impacto es enorme, son decapitados. Pero nos acostumbramos, porque hay muchos más, y comenzamos a prescindir de los nombres.
También hay fotos de hombres que caen desde una torre. Son arrojados porque son «la gente de Lot», homosexuales. Uno de esos hombres sobrevive a la caída. O no. Da lo mismo. La muchedumbre se acerca y lapida al cadáver. El impacto, la costumbre.
Un nuevo vídeo. La víctima se llama Muath al-Kasasbeh, un piloto de la Fuerza Aérea Jordana. El vídeo muestra cómo es quemado vivo en una jaula.
Secuestran niñas en Nigeria. Las obligan a convertirse al Islam, las venden como esclavas, las torturan, las violan, las matan.
Y a pesar de todo eso, la amenaza contra las Pirámides o la Esfinge hace torcer el gesto.
Amenaza. Ni siquiera el acto. La idea es terrible, porque son sólo monumentos. Insustituibles, es cierto. Pero no tanto como Foley, al-Sayyed, Sotloff y todas las demás víctimas. O al menos eso es lo que hay que decir, después de que aparezca esa idea miserable. La idea de que destruir las Pirámides supondría una muestra de locura aún mayor que asesinar infieles. La idea de que, de alguna manera, es mucho peor la destrucción de un monumento histórico que cientos de asesinatos.
Es una idea terrible y persistente a la que la razón, en frío, debe poner en su sitio.