Cuatro días para comer un Big Mac
Pequeños actos cotidianos en cualquier lugar del mundo, como servirle un vaso de leche a un niño, tomarse una café en casa, o prepararse un emparedado para el desayuno, se han vuelto poco menos que un lujo en la Venezuela actual, en medio de la creciente escasez de productos básicos y una espantosa inflación que devora el ingreso de los asalariados.
Pequeños actos cotidianos en cualquier lugar del mundo, como servirle un vaso de leche a un niño, tomarse una café en casa, o prepararse un emparedado para el desayuno, se han vuelto poco menos que un lujo en la Venezuela actual, en medio de la creciente escasez de productos básicos y una espantosa inflación que devora el ingreso de los asalariados.
Las largas colas a las puertas de establecimientos comerciales, las protestas en las calles, son ya parte de las noticias cotidianas, pero ahora son cada vez más frecuentes también los saqueos a comercios y en las carreteras a camiones que transportan alimentos, o hasta animales vivos. Estas informaciones se propagan como la pólvora a través de redes sociales y medios digitales, mientras la radio, la televisión y la mayor parte de los grandes diarios las censuran por simple complicidad con el gobierno de Nicolás Maduro o por miedo a duras represalias legales y físicas.
Las colas de hasta medio día para comprar harinas, granos, aceites, productos de higiene personal, son la expresión más visible de una economía colapsada por el fracaso de los controles de precios, de las expropiaciones, confiscaciones de empresas y la persecución contra la iniciativa privada.
Pasar horas de pie, bajo el sol o la lluvia, aguantando la grosera humillación de militares que arrean a la gente como al ganado, es un sacrificio inevitable para muchas personas obligadas a conseguir su cuota semanal de bienes regulados si quieren comer. Sus ingresos no les alcanzan para adquirir esos productos en el mercado negro, o en algunos establecimientos formales que quedan como vestigio de otros tiempos, donde todavía es posible conseguir whiskies importados, jamones ibéricos, especias y café gourmet a precios de espanto, inclusive para quien tiene dólares o euros que cambiar en el mercado paralelo.
En Venezuela una simple botella de aceite de oliva puede costar el equivalente al salario de un mes de un profesor universitario.
Las obscenas distorsiones que revelan el grado de miseria al que ha llegado la economía personal de la vasta mayoría de venezolanos se ilustra con otros indicadores: un obrero, un oficinista o un maestro, un médico que gane el equivalente al salario mínimo debe trabajar una semana para comprar un kilo de carne.
Un kilo de queso parmesano vale dos semanas de salario mínimo. Un kilo de pasta, de arroz, de harina, de lentejas, en el mercado negro y hasta en el legal, vale por lo menos dos días de trabajo a tiempo completo. El almuerzo más barato en una fonda de mala muerte vale dos días de trabajo y para saborear un Big Mac hay que trabajar cuatro días.
Según admite el propio gobierno, un tercio de los trabajadores solo gana el mínimo y en total el 50% percibe entre uno y dos salarios mínimos. El otro 20% gana entre dos y tres. Ese es el 70% que ha sido empujado a los calabozos de la pobreza, sin que haya en el horizonte ninguna posibilidad de redención, porque desde el poder nadie está tomando ninguna medida para atacar las causas del descalabro de la economía real.
De modo que el trabajo a destajo ha sido una necesidad para redondear el ingreso de los hogares. Pero esos trabajitos también están estrangulados: no hay harina ni azúcar para las reposteras del vecindario, ni telas para las costureras, ni materiales de construcción para los albañiles, o tintes para las peluqueras.
En todo caso, la prioridad de la gente es comprar comida, donde la consiga. Y en esta carrera interminable los hogares han pasado a sustituir alimentos en la mesa: plátanos verdes en lugar de la emblemática arepa, yuca en vez de arroz y pasta. Pero estos humildes productos también se han disparado, hasta el equivalente de dos días de trabajo por un kilo de la humilde patata, esa que tanto ayudó a los españoles a sofocar el hambre en algunos momentos amargo de su historia.
Hasta la cebolla, de las tortillas y de las lágrimas del poeta Miguel Hernández, se ha extraviado en estas horas de la cocina cotidiana en Venezuela, porque la vasta mayoría no puede permitirse pagar el precio de ese bálsamo tan popular, que también ha sido arrastrado por una tragedia económica que ni siquiera ha tocado fondo.