THE OBJECTIVE
Carlos Esteban

De perdidos al Támesis

Debe de ser cierto aquello de que a quienes los dioses desean perder, primero los enloquecen. Es, si no locura, sí insensatez, una forma atenuada y menor de suicidio periodístico, adentrarse en un campo ya tratado por don Ignacio Peyró, y les disculparé si no quieren oír al grajo después de escuchar el canto de la alondra.

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De perdidos al Támesis

Debe de ser cierto aquello de que a quienes los dioses desean perder, primero los enloquecen. Es, si no locura, sí insensatez, una forma atenuada y menor de suicidio periodístico, adentrarse en un campo ya tratado por don Ignacio Peyró, y les disculparé si no quieren oír al grajo después de escuchar el canto de la alondra.

Cierro aquí la fase de ‘captatio benevolentiae’ agravando mi osadía: estoy en contra o, por abreviar, pocas cosas me gustarían tanto como ver a Gran Bretaña fuera de la Unión Europea, que no de Europa. Llámenme, si quieren, ‘pequeño Englander’.

Curiosamente, mi razón última para desear fervientemente el ‘Brexit’ es las misma que mueve a Peyró a denostarlo: amo a Inglaterra, con toda la irracionalidad y el descenso al detalle absurdo con que se ama todo lo que merece amarse, y amo la diversidad, la real, no la consigna huera de quienes quieren mezclar todos los colores de la caja de témperas en un marrón sucio.

«Si Inglaterra fuera lo que Inglaterra parece, qué pronto la abandonaríamos», clamaba Kipling. Pero Inglaterra ya ni siquiera parece. Lo inglés se diluye en ese cosmopolitismo de pega que lleva el sello nefando de Bruselas, como se diluyen todas las identidades europeas, no en una común, siquiera, sino en un magma informe que nada quiere saber de raíces o peculiaridades autóctonas, bajo la égida de apátridas que, como en el ácido sarcasmo de Brecht, están muy decepcionados con su pueblo y han decidido elegir otro.

Hace ya algún tiempo que, en silencio, nuestras élites decretaron que nuestras cabezas debían amoldarse a los sombreros que fabricaban, porque hacerlo al contrario era poco eficaz y antieconómico; que lo propio tenía que ceder a lo de nadie y las amadas particularidades quedar como reliquias que enriquezcan la gastronomía universal o se desempolven en los bailes de máscaras. Y las clases ‘U’, que no han tenido nunca otro dios que la moda, se han apuntado con entusiasmo y medios a la tendencia.

Ahora “todos somos globalistas”, como antes “todos éramos socialistas” -qué adecuado que la frase la pronunciara Sir William George Granville Venables Vernon Harcourt y no un fresador de Birmingham-, atribuyendo ese implícito “nosotros” a la clase que gusta de hacer nuevas todas las cosas.

Uno descubre, de hecho, consultando las tablas demoscópicas, las tripas de animales de nuestros modernos arúspices, que el ‘Brexit’ es bastante hortera: es la clase baja la que se aferra al estúpido capricho de seguir siendo quienes fueron, es la clase alta la que ve de buen tono mostrar deferencia a sus iguales del resto del Continente, los que van a acompañarles en la versión moderna del Grand Tour.

Quiere el mito que los ingleses no sean un pueblo emocional. Nunca lo he creído por un momento, o habrá que concluir, como quieren algunos, que Shakespeare era irlandés. Yo, ibérico con la dosis justa de sangre británica, sí lo soy, y con irresponsable desdén hacia la banca europea y un cataclismo del que descreo, brindo por que el Ujier de la Vara Negra no sea nunca sustituido por el subsecretario europeo de protocolo para las Islas Británicas y -de perdidos al Támesis- por que los britanos nunca sean esclavos.

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