Jugadores y estupefactos
Debí haberme preocupado cuando leí que las búsquedas del fenómeno en Google superaban las que cosechaba en el mismo buscador algo tan irrefutablemente popular como el porno. Sin embargo, el dato gélido y apático no me quitó el hipo como sí lo hicieron las imágenes filmadas por un viandante neoyorquino en las que un tropel de seguidores se precipitaba hacia una de las entradas de Central Park. El vídeo muestra, en efecto, unos pocos centenares de los millones de jugadores que Pokémon Go ha recabado ya en Estados Unidos. Los tejedores del juego habían hecho aparecer en el emblemático parque y en medio de la noche a un Vaporeon, una rara avis en la saga, algo equiparable a un politólogo que se pringa en Twitter, por lo que los usuarios se abalanzaron sobre el bicho para su ulterior captura.
Debí haberme preocupado cuando leí que las búsquedas del fenómeno en Google superaban las que cosechaba en el mismo buscador algo tan irrefutablemente popular como el porno. Sin embargo, el dato gélido y apático no me quitó el hipo como sí lo hicieron las imágenes filmadas por un viandante neoyorquino en las que un tropel de seguidores se precipitaba hacia una de las entradas de Central Park. El vídeo muestra, en efecto, unos pocos centenares de los millones de jugadores que Pokémon Go ha recabado ya en Estados Unidos. Los tejedores del juego habían hecho aparecer en el emblemático parque y en medio de la noche a un Vaporeon, una rara avis en la saga, algo equiparable a un politólogo que se pringa en Twitter, por lo que los usuarios se abalanzaron sobre el bicho para su ulterior captura.
Para quienes solíamos encerrarnos en el barracón de algún amigo los domingos por la tarde a echar unas carreras de coches con la videoconsola se hace imposible no sentir envidia por la muchedumbre encolerizada que, en medio del entorno selfie, puede alardear al instante de su último logro virtual. Y es que la incontestable fórmula exitosa de Nintendo combina dos elementos cuyo cóctel resultante es a la postre demoledor: la pertenencia a una comunidad que compite por trofeos privativos de la misma y la recompensa narcicista a modo de reconocimiento de los tuyos en la red social de turno. Lo primero convierte al jugador en co-protagonista junto al resto de sus iguales de una batalla ficticia cuyo desenlace depende en exclusiva de sus habilidades. Lo segundo agudiza el empeño que la comunidad pone en alzarse con el logro que luego todos conocerán: el imperativo del ‘Me gusta’ al precio que sea menester.
Sucede que la adicción al videojuego la azuza la dificultad de éste, y al aplicado programador no se le escapará la oportunidad de colocar un Pokémon al otro lado de la acera donde juegan dos usuarios que se saben rivales. Llegado el caso, el jugador responsable esperará a que la calzada esté despejada de vehículos que puedan arrollarlo, pero perderá el combate frente a su compañero, quien, habiendo arriesgado su propio pellejo en la cruzada, se alzará si cabe más victorioso ante la Poké-comunidad. Cualquiera conoce que los obstáculos a superar en este tipo de pasatiempo aumentan a medida que se alcanzan las metas establecidas, así que no parece exagerado esperar que en unas semanas anden los cazadores subiéndose a las farolas.
Como en muchos aspectos, el conflicto del fenómeno estriba en la propia nominación: ‘realidad virtual’. El escenario donde se sitúan los objetos de disputa de los jugadores no sólo es real y concreto, sino que además se trata de un espacio compartido, y en consecuencia, de reglas compartidas. La vía pública entiende poco de realidades virtuales y requiere, en cambio, de un contrato cívico entre todos sus usuarios: jugadores y estupefactos. Andaba la política ocupada con grandes gestas y proclamas y le viene a estallar una menudencia por parte de quienes pedimos que la realidad virtual de unos termine cuando comienza el trayecto en coche a la oficina de otros.