Madrid y los roedores
Toda ciudad tiene sus ratoneras, por más que uno pronuncie “París”, “Londres” o “Nueva York” y sus interlocutores pestañeen como Nenucos que han aspirado rapé. Las imágenes de postal nos empujan a identificar estas tres urbes con escenas cargadas de historia o de cinematografía (más peso tiene el cine que el conocimiento del pasado), de monumentalidad y ese lujo que promete el cosmopolitismo. No tenemos en cuenta que París es un cinturón de asfalto que contiene varios París diferentes, antagónicos, enfrentados. Cualquier gran ciudad es una muñeca rusa que se traga a sí misma en volúmenes cada vez más reducidos, hasta llegar a la mínima expresión de la Matrioska. Madrid también tiene sus tipismos de puzle, aunque sean tan Villa y Corte las cavas Alta y Baja como la barriada burguesa de la Nacional I en las que antes vivía la Pantoja; las Barranquillas de la droga como el Velázquez de bronce que defiende el museo del Prado.
Toda ciudad tiene sus ratoneras, por más que uno pronuncie “París”, “Londres” o “Nueva York” y sus interlocutores pestañeen como Nenucos que han aspirado rapé. Las imágenes de postal nos empujan a identificar estas tres urbes con escenas cargadas de historia o de cinematografía (más peso tiene el cine que el conocimiento del pasado), de monumentalidad y ese lujo que promete el cosmopolitismo. No tenemos en cuenta que París es un cinturón de asfalto que contiene varios París diferentes, antagónicos, enfrentados. Cualquier gran ciudad es una muñeca rusa que se traga a sí misma en volúmenes cada vez más reducidos, hasta llegar a la mínima expresión de la Matrioska.
Madrid también tiene sus tipismos de puzle, aunque sean tan Villa y Corte las cavas Alta y Baja como la barriada burguesa de la Nacional I en las que antes vivía la Pantoja; las Barranquillas de la droga como el Velázquez de bronce que defiende el museo del Prado.
Cada ciudadano tiene identificadas las ratoneras, esas cuadrículas del mapa urbano en las que prefiere no poner el pie. Los viajantes también, pero no los turistas, que consideran la sórdida Gran Vía como la expresión natural del corazón de este reino en el que todo el mundo se siente acogido sin necesidad de presentar credenciales.
Mis ratones corretean por distintos lugares de Madrid, casillas en el tablero del juego de la Oca que te dejan dos turnos sin jugar o que te conducen, sin remedio, a la calavera de la que no hay retorno. Ningún agujero me resulta tan siniestro como Chamartín, la estación pretendidamente moderna de la que parten los trenes hacia los destinos del Norte, con sus escaleras mecánicas que no funcionan, sus pasquines de toples y masajes marcados por las suelas indiferentes de los pasajeros, sus hoteles de medio pelo en los que se alojan los vendedores de cepillos, algunos colegios en visita cultural y lagartas y lagartos que hacen de una habitación doble todo un lupanar.
Azca no le va a la zaga: pasillos subterráneos que huelen a pis, madrigueras para los “sin techo”, atados de cartones, neones titilantes como los de la canción silenciosa de Simon & Garfunkel, cimientos de hormigón horadados en los años setenta y, tiempo ha, el beso envenenado de la heroína.
A la plaza de España llego con la última tirada del cubilete. Los ratones trepan el ladrillo para colarse por los huecos de ese edificio del que no se pueden contar las ventanas, un rascacielos con prestancia y tripas mudas frente al bullicio del tráfico, de los turistas que preguntan, de las luces de los teatros que se prenden al caer el sol. Me inquietaba que alguien quiera abrir sus puertas para devolverlo a la vida.