THE OBJECTIVE
Antonio García Maldonado

¿Y qué pasó? Pasó la vida

A última hora de la tarde, cuando ya pienso que  puedo decir sin sonrojo que he tenido un  “día duro de trabajo”, salgo a caminar y a comprar unas latas de cerveza en el colmado del barrio. Y siempre la veo a ella, sentada en el mismo banco, incluso cuando retraso o adelanto mi paseo para no encontrármela. Mi yo poético diría que es como si me esperase; pero mi yo prosaico sabe que no se aleja de esa plaza. Es de mediana edad y siempre viste ropas elegantes. Lleva el rostro excesiva y torpemente maquillado. Es fina y coqueta como una joven de un relato de Chejov, y como buen personaje chejoviano, a la dama siempre le acompaña su perrito y alguna que otra amiga.

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¿Y qué pasó? Pasó la vida

A última hora de la tarde, cuando ya pienso que  puedo decir sin sonrojo que he tenido un  “día duro de trabajo”, salgo a caminar y a comprar unas latas de cerveza en el colmado del barrio. Y siempre la veo a ella, sentada en el mismo banco, incluso cuando retraso o adelanto mi paseo para no encontrármela. Mi yo poético diría que es como si me esperase; pero mi yo prosaico sabe que no se aleja de esa plaza. Es de mediana edad y siempre viste ropas elegantes. Lleva el rostro excesiva y torpemente maquillado. Es fina y coqueta como una joven de un relato de Chejov, y como buen personaje chejoviano, a la dama siempre le acompaña su perrito y alguna que otra amiga.

No se aleja de la plaza porque una enfermedad crónica de nacimiento se lo dificulta, y por los mismos impedimentos, su cara a veces parece un retrato expresionista. Sabe que soy nuevo en el barrio y quizá está acostumbrada a los primeros gestos mal disimulados de los que la ven por primera vez. El caso es que siempre me sonríe, como si se empeñara en mostrarme su felicidad. A veces creo que es un gesto de piedad infinita para que no sufra,  porque yo, al ver su discapacidad, soy incapaz de comprender que la felicidad que me irradia sea sincera. Y me acuerdo de mis padres, y del mundo acolchado que me construyeron para que cuando me cayese o me derribasen, sufriera lo menos posible.

Esa sucesión de pensamientos y emociones dura apenas unos segundos, y al final siempre está la imagen de mi hijo, que vive lejos y aún es inocente, como el niño velado de la foto. Quiero protegerle de cualquier afrenta, levantar su mundo acolchado de la misma forma que mis padres me lo construyeron a mí. Me conformaría con prolongar unos años más su feliz periodo de entreguerras, como supongo buscaban los padres de esos niños abandonados por Europa. Cierro la puerta de casa y cada vuelta de llave es una patada en el estómago, como si fuera a mi hijo a quien se la cerrara. Abro la cerveza y doy un trago largo antes de aparentar que no ha pasado nada.

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