THE OBJECTIVE
David Martínez

Ya somos unos Juegos más viejos

Tiene escrito David Gistau que los presidentes del Gobierno son para él una medida de tiempo. Así, cuando Zapatero anunció que no competiría por un tercer mandato, lo primero que pensó fue que ya era un presidente más viejo. Me ocurre algo parecido con los Juegos Olímpicos. Cada cuatro años, el mundo se paraliza 15 días alrededor de ese espectáculo único donde el ser humano explora los mismos límites de su naturaleza -llegando más alto, más rápido y más fuerte- y hasta el más humilde de los países encuentra un motivo para que aflore el orgullo nacional. Unos pocos miles de atletas nos hacen vibrar a los millones que encontramos en los Juegos la excusa perfecta para revisar la escala agosteña de prioridades, reivindicar aquello que Lafargue denominó el derecho a la pereza y evadir sin complejos el tedio de la playa.

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Ya somos unos Juegos más viejos

Tiene escrito David Gistau que los presidentes del Gobierno son para él una medida de tiempo. Así, cuando Zapatero anunció que no competiría por un tercer mandato, lo primero que pensó fue que ya era un presidente más viejo. Me ocurre algo parecido con los Juegos Olímpicos. Cada cuatro años, el mundo se paraliza 15 días alrededor de ese espectáculo único donde el ser humano explora los mismos límites de su naturaleza -llegando más alto, más rápido y más fuerte- y hasta el más humilde de los países encuentra un motivo para que aflore el orgullo nacional. Unos pocos miles de atletas nos hacen vibrar a los millones que encontramos en los Juegos la excusa perfecta para revisar la escala agosteña de prioridades, reivindicar aquello que Lafargue denominó el derecho a la pereza y evadir sin complejos el tedio de la playa.

Como ocurre con otros eventos periódicos de repercusión universal, la cita olímpica evoca irremisiblemente las épocas en que se produjeron los anteriores. Cada vez nos pillan en un estadio distinto de la vida, y ya sabemos lo mucho que influyen las condiciones personales en nuestra percepción de las cosas. Aquel libro que te deslumbró de adolescente y te decepcionó en una segunda lectura años después; aquella película que tenías por bodrio y al revisarla le encontraste su punto… Para mí, difícilmente habrá unos Juegos como los de 1996 -la inocencia y fogosidad de la infancia, la magia de las primeras veces- o los de 2008 -en el pico vital de la veintena, desde los Estados Unidos de Phelps-, aunque todos sean especiales y ejerzan de metas volantes de la existencia. Será porque considero que lo mejor y más auténtico siempre será lo que ocurrió cuando eras joven, en coherencia con una máxima que le escuché a Felipe González y que estoy por suscribir: se vive 20 años; luego, se sobrevive.

Deliciosamente común a todos los Juegos es el ilógico despertar de la emoción por una final de tiro deportivo o las repescas del judo, el descubrimiento de nuevos ídolos que habremos olvidado en septiembre -de Gabriel Esparza a Anna Korakaki, de Moussambani a ‘Pirri’- y las maratonianas jornadas de sillón ball saltando del remo al hockey y del boxeo a la gimnasia artística sin solución de continuidad. Con Río ya somos unos Juegos más viejos, nos queda una edición menos a la que asistir, así que disfrutemos de su hechizo, del buen horario que nos proporciona a los que no cogemos vacaciones en agosto y de las añoranzas que comparecen de su mano, esas con las que regularmente nos embriaga aquel pasado que nunca acaba de pasar.

 

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