Es sólo una sospecha
Soy incapaz de emocionarme con los Juegos Olímpicos. Las gestas deportivas me suelen dejar frío salvo raras excepciones; el discurso de convivencia y tolerancia entre todas las naciones del mundo, incluidas las que ejecutan a las mujeres por cometer adulterio, suda cursilería patrocinada por Coca-Cola y Bridgestone y Panasonic; y no pocas veces me he sorprendido a mí mismo deseando que un chaparrón bíblico convierta ese espectáculo poligonero y falsamente buenrollista llamado “ceremonia de inauguración” en el equivalente del hundimiento del Titanic (pero sin víctimas: a tanto no llega la ofensa a mi sentido del buen gusto).
Soy incapaz de emocionarme con los Juegos Olímpicos. Las gestas deportivas me suelen dejar frío salvo raras excepciones; el discurso de convivencia y tolerancia entre todas las naciones del mundo, incluidas las que ejecutan a las mujeres por cometer adulterio, suda cursilería patrocinada por Coca-Cola y Bridgestone y Panasonic; y no pocas veces me he sorprendido a mí mismo deseando que un chaparrón bíblico convierta ese espectáculo poligonero y falsamente buenrollista llamado “ceremonia de inauguración” en el equivalente del hundimiento del Titanic (pero sin víctimas: a tanto no llega la ofensa a mi sentido del buen gusto).
Lo normal aquí sería pensar que el problema lo tengo yo. Ya saben, aquello tan políticamente correcto del “¿a ti qué más te da que la gente disfrute con las idioteces que le dé la gana?”. Y es cierto: la homeopatía, el Pokémon GO y los Juegos Olímpicos son banalidades sin víctimas. Curiosamente, las tres banalidades generan beneficios multimillonarios para sus patrocinadores. El discurso cultural relativista postmoderno parece coincidir punto por punto con el argumentario de los departamentos de marketing de esas malvadas multinacionales a las que el mismo discurso cultural relativista postmoderno demoniza a diario. Pero será casualidad, oigan.
También debe de ser casualidad que “lo correcto” sea asentir bovinamente a cualquier oferta de diversión que oferte el mercado bajo pena de ser acusado de aguafiestas. ¿Quién quiere criterio cuando puedes molar a tope por el simple hecho de rendirle sumisión al molonismo generalizado?
Curiosamente, ese discurso también parece coincidir punto por punto con esa publicidad que te dice que eres un pringado de la muerte si no conduces el coche que conducen los chicos malos, que eres una fracasada si no veraneas en un yate en Formentera rodeada de modelos de calzoncillos, y que la libertad consiste en que nadie nunca y bajo ninguna circunstancia pueda esperar de ti el menor compromiso social, sentimental o profesional… que no sea el que le debes a tu marca de pizza preferida. Con la pizza el compromiso ha de ser de por vida porque la pizza es libertad.
Así que quizá el problema lo tengo yo, sí. Pero no puedo dejar de pensar que el rancio amargado que se queja de todo (en Cataluña los producimos a paladas) y el festivo descerebrado al que todo le viene bien porque va dando tumbos por la vida como vaca con cencerro son sólo las dos caras de la moneda de la más profunda insatisfacción vital. Pero es sólo una sospecha, ¿eh?