El burkini: el dilema del liberal
Es ya completamente irrelevante que la leyenda de unos bizantinos debatiendo el sexo de los ángeles mientras los turcos asediaban Constantinopla sea exacta o no; es demasiado verdad, demasiado útil como apólogo moral para ignorarla.
Es ya completamente irrelevante que la leyenda de unos bizantinos debatiendo el sexo de los ángeles mientras los turcos asediaban Constantinopla sea exacta o no; es demasiado verdad, demasiado útil como apólogo moral para ignorarla.
Pero si la moraleja habitual es una advertencia contra cierto tipo de inconsciencia civilizacional que sigue con sus triviales debates al borde mismo de la extinción, quiero añadir a esa otra no menos importante y quizá más oportuna: la discusión no la va a decidir en última instancia la bondad de los argumentos, sino la fuerza.
En la polémica sobre el burkini he observado, por enésima vez, que lo que mueve a la gente hacia un bando u otro en una disputa rara vez coincide con los argumentos que usa, que son meras armas a menudo empuñadas con torpe precipitación.
También creo detectar una incomprensión o un desprecio algo arrogante hacia las razones del protagonista de la historia, al que lamento tener que llamar ‘colectivo ionmigrante islámico’. Es decir, que lo que debería ser un debate entre musulmanes y las sociedades que les acogen o, como poco, una discusión en la que se oyera suficientemente su voz, se transforma en una trifulca entre nosotros, con los musulmanes como pretexto. Es como si su visión no contara para nada porque nosotros sabemos mejor que ellos mismos cuáles son sus motivaciones, al igual que interpretamos mejor el Corán, la Sira y los ahadith que los muslimes de toda la vida.
El argumento predominante, no tanto por bueno como por bienqueda, es la libertad. Estamos contra el burkini porque quienes lo visten no lo hacen libremente. Y no vale preguntarles a ellas porque, qué van a decir, pobres. No sé si advierten la circularidad e infalsificabilidad del argumento.
El de la libertad es por lo común un campo minado. Imaginen una católica practicante que viva algún precepto de su religión objetivamente incómodo y culturalmente escandaloso para la sociedad actual. Puede que lo haga por coacción directa, naturalmente. O porque lo juzgue adecuado, por amor a Dios. O por espíritu gregario -si vive en una comunidad de afines-, por presión implícita de su entorno o por alguna secreta e imprevisible motivación que solo ella conoce. O por una combinación de todo lo anterior.
Sin llegar al ejemplo religioso, tengo razones para dudar de que miles de conductas sociales no estén condicionadas en algún grado por todos esos factores, con lo que el de la libertad me parece un argumento viciado y tramposo en casos así.
Todo lo dicho hasta ahora me situaría firmemente en el campo proburkini. Y, sin embargo, no lo estoy, y sospecho que por las mismas motivaciones de muchos de quienes esgrimen el argumento liberal, por así llamarlo: porque detecto en el burkini un desafío hostil y en el islam un cuerpo extraño a mi civilización, que suple su pobreza comparativa de medios, su desventaja de jugar en terreno ajeno, con una determinación y una claridad de propósito que ya nos es ajena a las sociedades occidentales.
Sé que hay, contadas con los dedos, feministas musulmanas que abogan por el burkini con argumentos de infieles. Permítanme que no las considere particularmente significativas ni me impresione en exceso su dominio de una jerga que es nuestra. Su peso en la umma es marginal como puede comprobarse a simple vista.
Con esas minúsculas excepciones, los musulmanes son extraordinariamente honestos sobre sus intenciones y lo que piensan de nuestra civilización. Les honra, y su posición me parece, al menos, más clara que la nuestra. Quieren una Europa musulmana. Yo no la quiero. Ahí acaba mi argumento y, me temo, ahí acabará toda la discusión, sin que la mayor o menor habilidad dialéctica vaya a variar un milímetro el resultado.
Al menos el Marqués de Esquilache nunca excusó su bando prohibiendo las capas largas y los sombreros anchos bajo protestas de libertad. La libertad estaba de parte del pueblo. Pero la razón, de parte del marqués.