THE OBJECTIVE
Carlos Esteban

La ley al este del Mar de China

A solo unos meses de su elección como presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte ha reducido el crimen violento en el país en casi un tercio. Este milagro tiene una explicación tan sencilla como terrible: enviando escuadrones de la muerte a matar delincuentes.

Opinión
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La ley al este del Mar de China

A solo unos meses de su elección como presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte ha reducido el crimen violento en el país en casi un tercio. Este milagro tiene una explicación tan sencilla como terrible: enviando escuadrones de la muerte a matar delincuentes.

Duterte ganó fama como alcalde de una de las ciudades con mayor criminalidad y mayor nivel de drogadicción de Filipinas, Davao, que convirtió en un remanso de paz por el sencillo método de crear una policía paralela que se ocupaba del asunto por las bravas. Al parecer, el nivel de corrupción de este cuerpo era muy inferior al de la propia policía, no molestaban a los ciudadanos y hacían su trabajo con letal eficacia.

Lo que hace inane el debate en nuestro tiempo es que las palabras, necesariamente ambiguas en algún grado, han sustituido su significado objetivo por la impresión emocional que se les asocia, en un proceso que aventaja con mucho el Newspeak que soñaba Orwell.

Vean, por ejemplo, ‘democracia’. En sentido estricto, democracia es una forma de gobierno en que el pueblo, mediante mayorías expresadas en votación, decide cómo se gobierna. Pero para cualquier opinador moderno significa mucho más, significa todo lo que ha acompañado a los regímenes democráticos modernos desde su aparición, es decir, régimen de libertades garantizadas, Estado de Derecho, separación de poderes, parlamento, partidos y toda la parafernalia.

La realidad es que toda esa guarnición que acompaña al plato fuerte de la democracia no solo no tiene nada que ver con el gobierno de la voluntad popular, sino que está ahí precisamente para frenarlo o moderarlo. Porque la terrible verdad es que el común tiende a mostrarse impaciente con las garantías jurídicas y en cuanto a las libertades, se le da un ardite la referida a la política y aprecia mucho más la de caminar seguro por la calle a cualquier hora, sobre todo allí donde la delincuencia se ha disparado.

Sea como fuere, Duterte es un bárbaro cuya mejor virtud es no disimular en absoluto lo que quiere y piensa. Ha llamado al embajador de Estados Unidos en Manila «maricón hijo de puta», epíteto que ha repetido para referirse a la ONU; reconoce sin problemas que lo suyo son escuadrones de la muerte, e incluso llegó a advertir a los periodistas que su profesión no les protege de ser asesinados por sus hombres «si uno es un hijo de puta».

Quienes se asombran y escandalizan de la popularidad de Donald Trump deberían echar un vistazo a Filipinas. Las palabras y decisiones del candidato republicano suenan a herejía y tienen a medio Occidente pidiendo las sales, pero son blandas, adocenadas y políticamente correctas si se las compara a las de Duterte, cuya popularidad está por las nubes.

Occidente debería mirar a Manila como conviene cada cierto tiempo contemplar el corazón de las tinieblas para no olvidar que lo que juzgamos inamovible, lo que damos por supuesto, es siempre más frágil de lo que pensamos.

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