Invasión
Uno de los recuerdos cinematográficos más dulces que tengo de mi infancia es ver de forma casi compulsiva la película E.T. El Extraterrestre, de Steven Spielberg. La felicidad que me producía ver a este feo alienígena en la pantalla no se puede describir con palabras. Elliot y E.T. me inspiraban una ternura inconmensurable, y me fascinaba ese nivel de empatía y complicidad de llegar a sentir lo mismo hasta enfermar.
Uno de los recuerdos cinematográficos más dulces que tengo de mi infancia es ver de forma casi compulsiva la película E.T. El Extraterrestre, de Steven Spielberg. La felicidad que me producía ver a este feo alienígena en la pantalla no se puede describir con palabras. Elliot y E.T. me inspiraban una ternura inconmensurable, y me fascinaba ese nivel de empatía y complicidad de llegar a sentir lo mismo hasta enfermar.
Este amor antropo-alienígena alimentó mi deseo de conocer vida inteligente extraterrestre, incluso más que el temor al apocalipsis de La Guerra de los mundos. Con la mayoría de edad, sin embargo, mi incipiente conservadurismo me inclinó a pensar que, si finalmente nos visitaban los ETs, no sería precisamente para volar juntos en bicicleta, sino para exterminar la raza humana, ocupar nuestro planeta y hacer experimentos con los vegetarianos.
Pero cuando hay vida hay esperanza. Además, el descubrimiento de la vida alienígena representaría una gran cura de humildad frente a la importancia que el ser humano suele otorgarse. Una bofetada contra el antropocentrismo, como fueron los descubrimientos copernicano y evolutivo.
A algunos sapiens nos sobra con ver el cielo estrellado, sintiéndonos una pequeña parte del universo. Pero siempre hay otros que necesitan ver de cerca la prueba irrefutable de su arrogancia. En nombre del progreso, que vengan y nos invadan. Luego, sus biznietos, ya sentirán compasión por los pobres terrestres.