Un detalle crucial
Suele suceder en los actos, en las celebraciones, en las ceremonias que acaparan para sí todo un número de asistentes. La cuestión se eleva si tratamos de menesteres políticos –en donde la opinión es un ingrediente más del cotarro-, y televisados, para mayor leña del debate público, como es el caso de la investidura. Suele suceder que nos perdemos en los grandes detalles, pues creemos que en ellos se alberga la semilla de lo significativo, de lo que nos aportará la clave con la que comprenderemos qué se oculta tras los primeros pasos de la apariencia en el discurso del portavoz de turno. Vamos en su búsqueda como si nos hubiesen ofrecido recompensa de gánster, con complejo de Indiana Jones y la información perdida, o la pajarería que sostiene Gabriel Rufián en la cabeza. Lo hemos visto estos días en tertulias, en la radio, en los periódicos, hasta en las vallas publicitarias del metro, o eso creo. Pero me temo estar equivocado, ¿de las vallas publicitarias?, no, de eso. Me temo estar equivocado en que sean los grandes detalles los que nos concedan un segundo de acierto, de profundidad en lo complejo del análisis. Lo diestro es cosa de lo, en principio, insignificante, pasajero, insustancial. Allá donde esté aquello que se escape a la vista de las generalidades, encontraremos la x del tesoro.
Suele suceder en los actos, en las celebraciones, en las ceremonias que acaparan para sí todo un número de asistentes. La cuestión se eleva si tratamos de menesteres políticos –en donde la opinión es un ingrediente más del cotarro-, y televisados, para mayor leña del debate público, como es el caso de la investidura. Suele suceder que nos perdemos en los grandes detalles, pues creemos que en ellos se alberga la semilla de lo significativo, de lo que nos aportará la clave con la que comprenderemos qué se oculta tras los primeros pasos de la apariencia en el discurso del portavoz de turno. Vamos en su búsqueda como si nos hubiesen ofrecido recompensa de gánster, con complejo de Indiana Jones y la información perdida, o la pajarería que sostiene Gabriel Rufián en la cabeza. Lo hemos visto estos días en tertulias, en la radio, en los periódicos, hasta en las vallas publicitarias del metro, o eso creo. Pero me temo estar equivocado, ¿de las vallas publicitarias?, no, de eso. Me temo estar equivocado en que sean los grandes detalles los que nos concedan un segundo de acierto, de profundidad en lo complejo del análisis. Lo diestro es cosa de lo, en principio, insignificante, pasajero, insustancial. Allá donde esté aquello que se escape a la vista de las generalidades, encontraremos la x del tesoro.
En el murmullo banal de las solemnidades es donde mejor desciframos su sonido. En los gestos triviales que provocan el hecho de lo solemne, porque lo tornan más humano, más próximo a nuestro entendimiento. Por eso adoro que Ana Pastor se traslade a la Zarzuela para informar a Felipe VI, a pesar de vivir en la era de la comunicación instantánea, del resultado de la investidura. Adoro que se sigan respetando esas formalidades, tan absurdas como venerables. Lo adoro porque percibo, en este trámite tan anodino, que la maquinaria interna de nuestra democracia es respetada. Que, con todo, funciona. Una especie de autonomía kantiana de la voluntad.
¿Habrá algo más punk que el respeto a las formalidades de las instituciones democráticas? En una época contaminada de pragmatismo y de imagen pública, superficial, cuánto se agradecen estos minúsculos y desapercibidos pormenores. El deber porque toca, porque es síntoma y signo de algo relevante, aunque no sea necesario. Qué prodigio. Lástima que este lenguaje no se traduzca al de los acuerdos y los pactos.