Una herencia inquietante
El mayor elogio que se ha dedicado nunca a un astrónomo ha sido el de Plinio a Hiparco de Nicea: “Ha dejado el cielo en herencia para todos.”
El mayor elogio que se ha dedicado nunca a un astrónomo ha sido el de Plinio a Hiparco de Nicea: “Ha dejado el cielo en herencia para todos.”
Ese cielo convertido en patrimonio común era el cosmos, la naturaleza cosmética. Fuesen cuales fuesen los problemas a los que se enfrentaban los hombres de espíritu impreciso de la antigüedad en su búsqueda de alimento y amor, les bastaba con elevar la mirada para contemplar a sus dioses, que se movían autónomamente dibujando geometrías perfectas. La revolución era entonces la rutina de un astro culminando su rigor sideral.
La prueba de que vivimos en otro mundo es que acabamos de enviar un artilugios al cielo para que corrija el movimiento amenazante de un asteroide. El hombre, que es constitutivamente un árbol inverso -la expresión es de Antonio Pérez, secretario de Felipe II-, con las raíces apuntando a lo alto, ha comenzado a sentir un sabor amargo en sus nutrientes.
Cuando el antiguo hablaba de “theôría”, pensaba en la contemplación gozosa del espectáculo celeste. Platón invita al teórico a fijar la mirada en lo más elevado, porque “la vista nos ha sido obsequiada por el dios” para que podamos comprender el común origen de las revoluciones del cielo y de nuestro entendimiento. “Todos los sabios –añade- proclaman en sinfonía que hay una inteligencia gobernando tanto el cielo como la tierra. Y probablemente dicen bien.” Para poder contemplar tantas maravillas –asegura Cicerón- los dioses nos colocaron los ojos en la cabeza. No lo hicieron por casualidad, sino porque corresponde a su naturaleza estar más pendientes del cielo que de nuestro trasero.
Tentado estoy de aprovechar la analogía de Cicerón para hablar de nuestro tiempo, pero me limitaré a decir lo obvio: el cielo ya no es nuestro seguro protector. Los hombre seguimos caracterizándonos por nuestro espíritu impreciso, pero nos vemos obligados a ser más previsores que las estrellas.
Cuando León Felipe, ejerciendo de poeta místico, aseguraba en la Barcelona del 36 que “¡Necesitamos una dictadura! ¡Sí! ¡Dictadura de todos! ¡Dictadura para todos! ¡La dictadura de las estrellas! ¡La dictadura del ensueño!”, seguramente ignoraba que el 12 de marzo de 1737, Anton Francesco Gori le había cortado el dedo corazón de la mano derecha al cadáver de Galileo, 95 años después de su muerte, para exponerlo como una reliquia profana. Lo hizo con plena conciencia del significado del gesto que insinuaba, como puede verse hoy en el Instituto e Museo di Storia della Scienza de Florencia. Ese dedo afrentoso está señalando el cielo, es cierto, pero para indicarnos las severas reformas que hay que hacer en la herencia de Hiparco de Nicea.