Fotos impacto

Todas las fotos impacto tienen algo de póster. Ya el epíteto las ubica en la trinchera de la propaganda. No puede haber otro impacto en una imagen que no sea el emocional.

Hay algo que distingue a la foto impacto de una imagen truculenta o morbosa cualquiera: no se dirige a las pulsiones enfermas sino que apela a las conciencias sanas. Pretende violentar y, si es lo suficientemente buena, o sea si violenta lo suficiente, se convertirá en icono. En póster, para entendernos.

A la foto impacto le suele sobrar el pie de foto. El pie matiza y el matiz es una fisura en el discurso monolítico de la propaganda. ¿Son necesarias? Depende, claro. Al fin y al cabo una foto impacto es solo un medio y sus protagonistas, instrumentos. Prueba de ello es nuestro pudor.

Celebramos -con rictus severo pero celebramos- la publicación de una instantánea de encuadre dramático, capaz por sí sola de ahorrarnos horas de palabrería sobre una causa que consideramos justa. Excepto si la causa es demasiado cercana.

¿Por qué las fotos impacto son siempre Vietnam, Níger, Gaza o Siria? ¿Por qué sí un niño iraquí mutilado y no el cuerpo destrozado a golpes de una víctima española de violencia machista? Porque nos repele instrumentalizar a los nuestros. Hacer de ellos un instrumento.

Es una descripción cruel, me hago cargo, y tiene que ver con una realidad cruel. Con cada ataque terrorista resucita el absurdo debate sobre el valor de la muerte y la descompensada aflicción occidental. Las almas bellas seguirán contando que en Siria hay cada día un 11M. Pero nadie se atreverá a hacer un póster con la nuca agujereada de Fernando Múgica. Y la razón es la misma.