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Cuando los kioskos rebosaban de aventuras

Mientras un tipo de Vilanova i La Geltrú arrastraba su considerable patetismo por las calles de Barcelona, en el Saló de Cent del Ayuntamiento, el escritor Javier Pérez de Andújar desgranaba una conmovedora elegía de amable nostalgia sobre una ciudad construida por currelas no solo de la obra sino también de la imaginación. Especialmente vindicó aquella cultura que, de forma un tanto  condescendiente, se califica de popular (como si Shakespeare, Lope de Vega, Cervantes, Hugo, Dickens o Stevenson no hubieran escrito pensando en el llamado gran público): “Felices fiestas a toda la gente de Barcelona que ha entregado lo mejor de sí misma, dando todo lo que amaba y todo lo que sabía hacer para que los kioskos rebosaran de aventuras, para que en la vida hubiese un lugar donde poder sentarse a leer un rato”.

Opinión
  • Badalona, 1976. Licenciado en Periodismo y Filología Hispánica. Ha trabajado en radio, medios escritos y agencias de comunicación. Ejerció la crítica cinematográfica en la revista especializada Dirigido Por durante más de una década y ha participado en varios volúmenes colectivos sobre cine. Ha publicado en El Mundo, La Vanguardia, Letras Libres, Revista de Libros, Factual, entre otros medios. Es autor de los libros Amores cinéfagos (Jot Down Books, 2023) y Viajando con ciutadans (Editorial Tentadero 2007/Editorial Triacastela 2015).

Mientras un tipo de Vilanova i La Geltrú arrastraba su considerable patetismo por las calles de Barcelona, en el Saló de Cent del Ayuntamiento, el escritor Javier Pérez de Andújar desgranaba una conmovedora elegía de amable nostalgia sobre una ciudad construida por currelas no solo de la obra sino también de la imaginación. Especialmente vindicó aquella cultura que, de forma un tanto  condescendiente, se califica de popular (como si Shakespeare, Lope de Vega, Cervantes, Hugo, Dickens o Stevenson no hubieran escrito pensando en el llamado gran público): “Felices fiestas a toda la gente de Barcelona que ha entregado lo mejor de sí misma, dando todo lo que amaba y todo lo que sabía hacer para que los kioskos rebosaran de aventuras, para que en la vida hubiese un lugar donde poder sentarse a leer un rato”.

Hubo un tiempo en que a las novelas gráficas se las llamaba tebeos o, en modo sofisticado, cómics. Entonces no se compraban en tiendas de frikis obsesionados con las figuritas y las camisetas de superhéroes. Su hábitat natural eran kioskos y mercadillos. Con cuatro duros, adquirías tu dosis semanal de aventuras que acababas devorando en pocas horas. El resto de la semana era una espera interminable, solo mitigada por el sucedáneo de la relectura. Nombres como los de Francisco Ibáñez, Jan, Manuel Vázquez, Víctor Mora, Ambrós (que, por cierto, dibujaba unos caballos mejores que los panzudos de Velázquez), Josep Coll, Will Eisner, Alex Raymond o John Buscema empezaron a resultarnos familiares. Con ellos pasamos muchas horas agradabilísimas. Y con los años supimos que a ellos también les costaba muchas horas de curro y esfuerzo dibujar aquellas historias fantásticas que nos alegraban los resfriados fingidos y las pellas subrepticias.

Salvo algún sortudo como Hergé, ninguno se ha hecho rico. Se han ganado una vida modesta con un oficio que se les daba bien y que, en el mejor de los casos, les gustaba. No son artistas ni creo que nunca hayan pretendido serlo. Son algo mucho mejor: contadores de historietas.