Esperando a Gurb
Lo que más me admiró de La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza, fue la literatura adyacente, todo ese florilegio de cartas, bandos y noticias que no sólo conferían verosimilitud a la ficción; además, y como mandan los tratados de narrativa, hacían progresar la acción, lo que equivale a decir que no eran dramáticamente irrelevantes. Ignoraba por entonces que el diablo estuviera en los detalles pero de eso sin duda se trataba.
Lo que más me admiró de La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza, fue la literatura adyacente, todo ese florilegio de cartas, bandos y noticias que no sólo conferían verosimilitud a la ficción; además, y como mandan los tratados de narrativa, hacían progresar la acción, lo que equivale a decir que no eran dramáticamente irrelevantes. Ignoraba por entonces que el diablo estuviera en los detalles pero de eso sin duda se trataba.
A través de mi buen vecino, Teniente Coronel de Aviación, con el que coincido durante el verano en Blanes, he conseguido esta dirección, que según me indica es la adecuada para enviar el informe que tengo sobre la observación de un ovni, y es por esto que con la presente carta, le adjunto una memoria y un conjunto de dibujos del objeto observado.
La finura con que Mendoza, orfebre del folletín chapado en oro, incrustaba esa documentación (que en La verdad sobre el caso Savolta llegaba a organizar el relato, según la técnica del pastiche), me llevó a creer que el oficio de escritor podía ser placentero. A tal punto lo creí que ante cualquiera de sus livianos ingenios, dejé de ver a sus personajes para verlo a él, sentado ante un amplio escritorio adquirido, qué sé yo, en Vinçon, y sonriéndose como lo haría yo cada vez que daba con algún giro, alguna fórmula, que limara la credibilidad del simulacro. Esta declaración de amor, por ejemplo, que Nicolau remite a Margarita: «Mientras oíamos el Otello de Verdi en el palco de sus distinguidos padres, he sentido la tentación de inclinarme hacia delante y besar sus hombros. Habría sido, esto lo sé, un despropósito inadmisible y por eso no lo hice. También habría sido la única forma de que tal vez usted algún día llegase a quererme».
Con esta memoria no pretendo llamar la atención sobre la credulidad de si he visto o no el ovni o ha sido una imagen de espejismos e imaginación, ya que de ser así me ahorraría el trabajo de hacerlo y no hablaría más del asunto. Lo que deseo es hacer llegar a la persona o personas más indicadas una serie de datos que considero que pueden tener una importancia a no despreciar, y quizás pueda contribuir a una posible visión sobre el funcionamiento de estos aparatos y la tecnología que utilizan. […] Añadiré que el aparato visto con los anteojos no tiene nada de complicaciones fantásticas o luces de colores destelleantes que tanto muestran las representaciones televisivas de observaciones reales, sino que es de una extrema sencillez y no se resalta nada que no haya puesto en el dibujo.
Y los nombres, claro. Onofre Bouvila, Honesta Labroux, Efrén Castells (¡el gigante Castells!), Odón Mostaza, Marichuli Mercadal, Carlos Prullàs, Lorenzo Verdugones, Pajarito de Soto, María Coral, Paul André Lepprince, Nemesio Cabra… Cómo escribir no iba a ser una experiencia gozosa, si brindaba la posibilidad de levantar un paisaje y bautizar a sus criaturas en la pila de todos los asombros.
Era el día 19 de agosto de 1982 (un jueves), a las 22 horas y 30 minutos. Una noche despejada y con mucha visibilidad aunque en poniente aparecía una tenue neblina a gran altura, en la que todavía se reflejaba la luz del crepúsculo. […] Salí a la terraza, cuando oí un ruido que me pareció un avión, por lo que levanté la vista y justo encima de mí presencié la formación de un rosario de luces que aparecían y desaparecían de forma periódica y regular. Eran unas siete luces correlativas y simétricas. […] Llamé enseguida a mi familia gritándoles que había un ovni. […] Era un disco cilíndrico que rodaba sobre sí mismo, siguiendo siempre la dirección de las agujas del reloj, y como las luces solo bordeaban el objeto en sus tres cuartos, podía verse que giraba cada dos o tres segundos, según cuentas en el cronómetro de mi hijo.
En el caso de Mendoza, además, mediaba una condición definitiva: se había hecho rico gracias a la escritura; por si fuera poco, y dada su elegancia, no lo parecía, lo cual culminaba el equívoco. Qué otra cosa, en fin, podía hacer yo, salvo dedicarme a escribir. Aunque fuese, me dije, historias de verdad.