Libre por defunción
Hubo un tiempo en que las mujeres del PP llevaban orgullosamente esa prenda camaleónica que es el traje chaqueta (bien hecho y con falda, a lo Coco Chanel) y con sus azules, verdes, ciruelas y granates ponían pinceladas de color en una vida política repleta de corbatas uniformadas. Luisa Fernanda Rudi, Celia Villalobos, Loyola de Palacio, Teófila Martínez, Mercedes de la Merced, Soledad Becerril, Rita Barbera, Isabel Tocino… Esta última era, a mi parecer, la que marcaba el paso. Hoy sólo está a su altura María Dolores de Cospedal. Ni Cristina Cifuentes –me parece-, ni Ana Pastor, ni Fátima Báñez, ni –sin duda- Soraya, tienen la impertinencia estética necesaria para lucir sin complejos un traje chaqueta. Andrea Levy, que quizás sí la tenga, aún tiene que madurar un poco el porte.
Hubo un tiempo en que las mujeres del PP llevaban orgullosamente esa prenda camaleónica que es el traje chaqueta (bien hecho y con falda, a lo Coco Chanel) y con sus azules, verdes, ciruelas y granates ponían pinceladas de color en una vida política repleta de corbatas uniformadas. Luisa Fernanda Rudi, Celia Villalobos, Loyola de Palacio, Teófila Martínez, Mercedes de la Merced, Soledad Becerril, Rita Barbera, Isabel Tocino… Esta última era, a mi parecer, la que marcaba el paso. Hoy sólo está a su altura María Dolores de Cospedal. Ni Cristina Cifuentes –me parece-, ni Ana Pastor, ni Fátima Báñez, ni –sin duda- Soraya, tienen la impertinencia estética necesaria para lucir sin complejos un traje chaqueta. Andrea Levy, que quizás sí la tenga, aún tiene que madurar un poco el porte.
En aquellos tiempos, Carmen Alborch –mucho más fallera que Rita- defendía, con palabras de Franco Moschino, que “si no puedes ser elegante, sé al menos extravagante”. Ahora, como sigue siendo muy difícil ser elegante y ya hemos agotado todas las formas de la extravagancia, muchas se conforman con ser triviales.
Rita no era, desde luego, la que llevaba el traje chaqueta con más elegancia. Era la que lo llevaba con más impertinencia. Sospeché que se los mandaba cortar muy a propósito un poquito por debajo de su talla, el día que me abrazó en el ayuntamiento de Valencia, cuando me entregó el Premio Juan Gil Albert de ensayo. Fueron unos días tumultuosos para mí, porque tras este abrazo, recibí de sopetón en la boca el beso de un agente del espionaje búlgaro. Pero esta es otra historia.
En los últimos meses de su vida, Rita parecía ir menguando aceleradamente dentro de sus trajes y, finalmente, acabó perdida en su interior como en un laberinto.
Contra estas mujeres del PP siempre ha estado abierta la veda. De Soledad Becerril llegó a decir un político socialista que “es Carlos II vestido de Mariquita Pérez”, cosa que hacía mucha gracia a los feministos. Eran, por lo visto, de segunda categoría y estaban permanentemente obligadas a demostrar que la razón no tiene sexo. Basta teclear “Rita Barberá” en google para comprobar hasta qué punto se ha sido sañudo con ella. No recuerdo otra política que haya sido denigrada con más insistente zafiedad.
Con las mujeres del PP (no sólo con ellas, pero especialmente con ellas) está permitida cualquier grosería. Más de una lección sobre la vida política puede aprenderse del trato que reciben nuestras políticas. A Rita ni tan siquiera le han concedido la caridad que permitían en la cárcel mexicana de Lecumberri a los presos fallecidos, a los que se colgaba del pie una etiqueta que decía: “Libre por defunción”.
Le enseño este artículo a un amigo. “¿Y qué necesidad tienes tú de defender a las mujeres del PP?”, me pregunta a medio leerlo. Ha sido él quien me ha convencido de la conveniencia de publicarlo.