Pedagogía constitucional
Ha pasado notablemente desapercibida la respuesta que la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, propinó a una diputada socialista el pasado miércoles en la sesión de control en el Congreso. Mertixell Batet, legítima y pertinentemente, quiso inquirir al Ejecutivo por sus planes para con la reprobable actitud del actual gobierno catalán, decidido a seguir desoyendo las leyes democráticas y denostando a los jueces que velan por ellas. Las cosas fueron así:
Ha pasado notablemente desapercibida la respuesta que la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, propinó a una diputada socialista el pasado miércoles en la sesión de control en el Congreso. Mertixell Batet, legítima y pertinentemente, quiso inquirir al Ejecutivo por sus planes para con la reprobable actitud del actual gobierno catalán, decidido a seguir desoyendo las leyes democráticas y denostando a los jueces que velan por ellas. Las cosas fueron así:
-Es urgente dejar de parapetarse en la Constitución.
-La Constitución de 1978, señora Batet, no es un parapeto. Es nuestro marco constitucional de convivencia, del que nos dotamos entre todos.
En la víspera del 38º aniversario de la Constitución, parece oportuno dejar testimonio del lugar que ocupa en la vida pública española nuestra Carta Magna. Que desde el PSOE se hablase de la norma fundamental como “parapeto”, como supo advertir Sáenz de Santamaría, no es un detalle menor. Da cuenta de hasta qué punto, incluso entre las corrientes más leales y comprometidas con el marco de convivencia (su establecimiento, su mantenimiento y su potencial mejora), se percibe la Constitución como un techo a las puertas del cielo -que ¡ay!, se toma por asalto- y no como el suelo que nos salvaguarda de las arenas movedizas del guardián de las esencias de turno.
Yo comprendo a la señora Batet, y estoy convencida de que nos entenderíamos una vez superada la brocha gorda del dogmatismo partidista que tiene como arma principal el uso malintencionado del lenguaje –si tiene intención, pervierte la verdad, entonces la intención sólo puede ser mala-. Parece que existe amplio consenso entre expertos, partidos políticos y ciudadanía en impulsar una reforma constitucional. Para que gente como yo, arguyen, que no pudo votar en 1978, haga suya la Carta Magna. No resulta del todo inoportuno, habida cuenta de la crisis institucional global que también salpica nuestra vida pública: más pronto que tarde nos daremos cuenta los españoles de que la corrupción lucrativa ha hecho mucho menos daño que la institucional.
Sin embargo, si ha llegado el momento de poner hilo a la aguja para asistir próximamente a una ponencia constitucional, es imprescindible asegurarse de que existe un compromiso por parte de los actores implicados con la pedagogía de la ley. La norma fundamental actual no puede ser una losa a pesar de la cual los españoles conviven unos con otros y comparten espacio en la vida pública, sino la carta que permite a todos ellos seguir discutiendo cómo mejorar la misma. El ejercicio puede resultar fatigante cuando fuerzas políticas con cierto peso hablan de la Constitución como ‘candado’, ‘régimen’ e incluso ‘pacto de rendición’ del 78. Pero más allá de los eslóganes, el debate sosegado acaba con el respeto al marco constitucional, porque con mucho sosiego se pudo poner en pie.
Es de justicia tomar conciencia de la importancia y la responsabilidad que conlleva soportar la condición de ciudadano antes de decidir qué se modifica de la carta que así lo recoge –no hablo de reconocer por el enfado del iusnaturalista-. Pero no solo. También es una cuestión práctica: asumir que la Constitución es poco más que un pesar para los españoles no ayuda a que solo uno de ellos esté dispuesto a involucrarse en su mejora.