Rita y Fidel: muertes paralelas
¿Quién dijo que la vida fuera justa? Esta pregunta retórica no sólo dibuja una triste realidad que casi siempre concluye toda discusión en el ámbito del cuñadismo de bar, sino que encierra una gran verdad que acecha a los seres humanos. Una verdad que nos persigue desde la más tierna infancia porque la podemos percibir desde que alumbramos consciencia de nuestras diferencias, aleatoriamente designadas por la naturaleza, por el destino, o quizá por la caprichosa indiferencia del más allá.
¿Quién dijo que la vida fuera justa? Esta pregunta retórica no sólo dibuja una triste realidad que casi siempre concluye toda discusión en el ámbito del cuñadismo de bar, sino que encierra una gran verdad que acecha a los seres humanos. Una verdad que nos persigue desde la más tierna infancia porque la podemos percibir desde que alumbramos consciencia de nuestras diferencias, aleatoriamente designadas por la naturaleza, por el destino, o quizá por la caprichosa indiferencia del más allá.
La aleatoria mano que escribe nuestra historia, ha querido que en los últimos días hayan muerto dos personas que nada tuvieron que ver pero cuyo luto las ha solapado en mi cabeza, induciendo a una pequeña reflexión con la que no os pienso torturar más allá de cinco minutos.
Rita Barberá moría en una habitación de hotel. Sola, abandonada por los suyos e insultada por los ajenos; pero, sobre todo, juzgada por gente que no sería capaz de saber con precisión de qué se le acusaba. Moría tal y como había vivido, entregada a la causa de los demás y falleció precisamente por la injusta falta del aplauso y cariño que había cosechado en tantas otras ocasiones. No seré yo quien sepa, porque no lo sé, si Rita cometió un delito fiscal o entregó mil euros a su partido político. Tampoco pienso consultar Wikipedia para hacer una loa a su carrera como alcaldesa defendiendo, cual tertuliano, su legado urbanístico, social o cultural. Pero sí estoy en disposición de afirmar, porque lo he visto, que entregó su vida (literalmente) a su pasión por servir, como mejor supo y pudo, a su ciudad. Que se ganó el corazón y la confianza de la mayoría de los valencianos es indiscutible y no lo digo yo, lo decían las urnas convocatoria tras convocatoria.
En la otra punta del atlántico fallecía Fidel Castro. Estoy seguro de que unos días antes de fallecer, enterado de la muerte de Rita, se preguntó cómo era posible que existiera un país donde los que mandaban podían ser investigados por “sus” propios jueces. Seguro que esbozó una media sonrisa cuando leyó, en el único periódico que existe en Cuba, que los medios de comunicación investigaban y acechaban a Rita por un supuesto delito. No sé exactamente qué grado de sorpresa mostraría al observar como en España había más de un partido y que éstos exigían responsabilidades políticas a Rita por su gestión o por las noticias repetidas, una y otra vez, en televisiones que el gobierno no podía controlar. Estoy seguro de que Fidel no entendió nada. No entendió de qué se le acusaba a Rita. No lo culpo. ¿Cómo entender la diferencia entre lo público y lo privado cuando los últimos cincuenta años tu patrimonio ha sido toda una nación? ¿Cómo entender que hay una diferencia entre lo que es de todos y lo que es de uno cuando todo es tuyo? ¿Cómo entender que a Rita le sucedió en la alcaldía un opositor cuando a ti te sucedió tu hermano y, en tu mundo, los opositores no pueden tener nombre, ni asociación, ni voz?
¿Quién dijo que la vida fuera justa? Mientras Rita yacía en una habitación de hotel, acompañada por un JB aguado y con el ruido de fondo de unos medios que la juzgaron y condenaron antes de ser juzgada y condenada, Fidel desayunaba pensando que en España todo el mundo se había vuelto loco y, en eso, tenía razón.
La falta de justicia en el mundo terrenal nos hace anhelar una que vaya más allá de las fronteras de nuestro cuerpo. Todos esperamos que en algún punto de nuestra vida infinita se nos resarza por todo aquello que injustamente no nos fue otorgado, se nos compense por los elementos aleatoriamente sobrevenidos contra los que no pudimos luchar. Todos creemos que nuestra vida siempre tiene en el deber una columna más grande que la del haber y cada uno de nosotros juzgamos nuestra vida desde la más injusta e imparcial subjetividad.
Esta triste e inevitable realidad debería llamar la atención sobre la importancia que tiene la poca justicia que los seres humanos podamos legar a este imperfecto y maravilloso mundo.
No le culpo. A Fidel no le culpo. Vivía en una paranoia parecida a los que pensaban que el sol era un planeta. Pero “eppur si muove” y no puedo entender ni compartir que los que le negaron a Rita un minuto de silencio postraran toda su dignidad ante el féretro de Castro.
Estés donde estés, Rita, espero que se te haya tratado con la justicia que no existe en este mundo. Aquí seguimos con la locura. No sufras, por favor, solo te pierdes nueve días de homenaje a un tal Fidel.
Deseo que estas palabras traigan unas gotas de justicia al mundo que, como bien dijo alguien, se perderán como lágrimas en la lluvia.