El periodista y el asesino
Después del inmediato asco y tras comprobar aliviado que la policía lo había “reducido” (los periodistas replican copypaste cualquier hallazgo eufemístico de los gabinetes de comunicación) a la manera que debe hacerlo cuando se enfrenta a un fanático matarife que no deja de disparar, o sea cargándoselo por ley, pensé: “¡vaya par de cojones tuvo el fotógrafo!”. Burhan Ozbilici, de Associated Press, pasaba literalmente por allí. Un trabajo rutinario de camino a casa que acabó con el asesinato en directo del embajador de Rusia en Turquía, Andéi Karlóv. Ozbilici responde como un profesional cuando le hablan de heroísmo: “Hice mi trabajo: sacar fotografías”. Supongo que a los fácticos les parecerá una respuesta peliculera. Puro Hollywood de antaño. El Sully de Eastwood responde de igual forma hawksiana al preguntarle por la hazaña de salvar centenares de vidas en un aterrizaje no apto para algoritmos frigoríficos en el río Hudson. Pero, miren, a mí me emocionó.
Después del inmediato asco y tras comprobar aliviado que la policía lo había “reducido” (los periodistas replican copypaste cualquier hallazgo eufemístico de los gabinetes de comunicación) a la manera que debe hacerlo cuando se enfrenta a un fanático matarife que no deja de disparar, o sea cargándoselo por ley, pensé: “¡vaya par de cojones tuvo el fotógrafo!”. Burhan Ozbilici, de Associated Press, pasaba literalmente por allí. Un trabajo rutinario de camino a casa que acabó con el asesinato en directo del embajador de Rusia en Turquía, Andéi Karlóv. Ozbilici responde como un profesional cuando le hablan de heroísmo: “Hice mi trabajo: sacar fotografías”. Supongo que a los fácticos les parecerá una respuesta peliculera. Puro Hollywood de antaño. El Sully de Eastwood responde de igual forma hawksiana al preguntarle por la hazaña de salvar centenares de vidas en un aterrizaje no apto para algoritmos frigoríficos en el río Hudson. Pero, miren, a mí me emocionó.
Debo reconocer, sin embargo, que por encima de Ankara y Berlín, me dejó helado el supuesto asesinato de Alfons Quintá, quien, antes de suicidarse, habría disparado mortalmente a su mujer Victòria Bertán. Debe de ser cosa del kilometraje sentimental y sus miserias, pero aquella noche no pude darle vueltas a otra tragedia que no fuera esa.
Tal vez porque nunca antes, que a mí me conste, había compartido mesa y mantel ni colaboración en el mismo medio con un presunto asesino. Coincidí con Quintà en un acto que organizaba una asociación con objetivos loables en el Círculo Ecuestre de Barcelona. Nos pusieron en la misma mesa. La mesa de los periodistas y demás despojos humanos. Lo tenía enfrente y recuerdo que su verborrea no conocía fin. Pese a que el resto de comensales nos interesábamos (con mayor o menor fingimiento pero con educación) por la vida de los demás, Quintà estaba inmerso en una perorata alentada por dos palmeros particulares. Siempre que levantaba la mirada de su propio ensimismamiento locuaz era para enfrentarse al vacío. No dialogó con nadie de los presentes, no se presentó a nadie, no preguntó a nadie, no se interesó por nadie (con mayor o menor fingimiento pero con educación). Tuve muy claro, entonces, que se trataba de un megalómano indigerible. Sin embargo, y paradójicamente, respondía a un perfil muy extendido en una profesión que debería basarse en el interés por la vida ajena. Por curiosidad agucé el oído y el rabillo del ojo, y comprobé, mientras fingía con educación interés por la vida de los demás, cómo el discurso pedante iba despegando de la realidad para instalarse en un bucle con tintes de delirio. Ya que estábamos en una mesa de juntaletras me fijé en su copa, pero siempre se mantuvo en una justa y sibarita moderación.
Coincidimos también en el mismo medio. Me sorprendió que sus justicieros artículos siempre se refirieran como fuente de autoridad a “un alto cargo de la Generalitat”, “un destacado líder de Convergencia que prefiere mantenerse en el anonimato” y demás tretas cursis que hedían a pegada de moco. Tanto era así que tras una entrevista un ex director de La Vanguardia me dijo al borde del descojone: “Si ves a Alfons, dile que todavía espero que me presente al alto cargo de la Generalitat”.
Estoy convencido de que era un megalómano patológico. Una tipología de egocéntrico que es carne de delirio y de actuar con impune desprecio hacia los demás mancillando el amor desde un sentimentalismo cruel y operístico. A la espera de confirmarse que además fue un asesino, no me cabe duda de que era un pésimo periodista. Un mal profesional que no se dedicó a hacer sencilla, ardua, valiente y honestamente su trabajo.