La mesura española ante el otro
Sucede tras cada atentado: los portavoces políticos, los periodistas y/o los tertulianos, lanzan sus condenas, sus diagnósticos y sus propuestas. Los hay más audaces, otros son más idealistas, otros más contundentes, pero en general, tanto en los principales medios como en los partidos mayoritarios ha imperado (con excepciones que no alteran esta realidad) una retórica contraria al exabrupto ultra. España es, en este ámbito, un remanso envidiable en un entorno donde pululan con éxito Trump, Le Pen, Orban o Farage. Y eso que desde nuestra entrada en la UE en 1986, España, país de emigración hasta hace escasas décadas, ha vivido uno de los cambios demográficos más envidiables del mundo: la tasa de inmigración llegó a superar el 12% de la población en 2010 (a los que hay que sumar turistas durante todo el año) a la que vez que seguía mejorando una de las cifras de violencia ya de por sí más bajas del mundo.
Sucede tras cada atentado: los portavoces políticos, los periodistas y/o los tertulianos, lanzan sus condenas, sus diagnósticos y sus propuestas. Los hay más audaces, otros son más idealistas, otros más contundentes, pero en general, tanto en los principales medios como en los partidos mayoritarios ha imperado (con excepciones que no alteran esta realidad) una retórica contraria al exabrupto ultra. España es, en este ámbito, un remanso envidiable en un entorno donde pululan con éxito Trump, Le Pen, Orban o Farage. Y eso que desde nuestra entrada en la UE en 1986, España, país de emigración hasta hace escasas décadas, ha vivido uno de los cambios demográficos más envidiables del mundo: la tasa de inmigración llegó a superar el 12% de la población en 2010 (a los que hay que sumar turistas durante todo el año) a la que vez que seguía mejorando una de las cifras de violencia ya de por sí más bajas del mundo.
Ni el 11S, ni el traumático 11M, ni otros atentados posteriores en países vecinos produjeron en España brotes de xenofobia que cobijaran discursos de extrema derecha. Hay un reproche social tácito que impide que se hagan generalizaciones sin consecuencias en forma de burlas o condenas. Y está bien que así sea. A la barra del bar lo que es de barra de bar. Y por eso, el rechazo más o menos generalizado que han producido las declaraciones de Andrea Levy tras el atentado yihadista en Berlín (en las que hablaba de “choque de civilizaciones” y de la incompatibilidad de la democracia liberal con otros regímenes) no deja de ser otro síntoma del comportamiento mesurado de la sociedad española ante el terror. Digámoslo claro: en España no hay un Le Pen no porque no suframos los mismos males y miedos (incluso en mayor medida, sobre todo los económicos), sino porque los hemos interiorizado de otra forma. De otra forma mejor.
Las declaraciones de Levy son, en mi opinión profundamente equivocadas. Por dos razones. Por un lado, porque no es verdad que haya un “choque” de civilizaciones. El ISIS no ha reivindicado a Huntington, sólo a quienes han leído muy mal a Huntington. Si hablamos de la compatibilidad de sistemas políticos, las democracias liberales siempre han coexistido con regímenes opresivos, e incluso los han alentado cuando lo han creído beneficioso. A eso llamábamos realpolitik. No vamos a descubrir a Kissinger ahora. Pero, en cualquier caso, es legítimo plantearse cuál es la capacidad de nuestros países (de sus economías, de sus sistemas educativos, de salud, etc.) ante la llegada masiva de inmigrantes, lo es debatir cómo integramos a las nuevas minorías o cómo hacemos compatible nuestro deber de auxilio racional con nuestro lógico miedo a lo desconocido y a sus consecuencias.
Por eso, lo realmente preocupante no es el qué sino el quién de la declaración. Los responsables públicos son los primeros que deben preservar ese bien preciado que es la mesura de España en su relación con los extranjeros no occidentales y, en último extremo, con el terror que emana de una mínima parte de esa comunidad tan heterogénea. Incluso, aunque piensen realmente que existe tal “choque”. Eso no es ser políticamente correcto ni “ponerse una venda ante la realidad”, es ser pragmático: porque ni van a desaparecer los extranjeros de “otras culturas” ni se contribuye a la paz social. En términos estrictos de seguridad, alejar a toda una comunidad del sentimiento de pertenencia mínima lleva a la banlieu y a los terroristas nacidos de la tercera generación de inmigrantes.
Lo que algunos llaman con desprecio “políticamente correcto” es, en la mayoría de los casos, el sedimento de un comportamiento noble que ha devenido en norma y consenso social, muy difícil de construir y muy fácil de derribar. Llama por otro lado la atención que Levy participe de esa moda tan cansina de “ilegitimizar” lo que, sencillamente, no te gusta. Y sorprende porque injustamente lo sufrió recientemente su partido tras ganar las elecciones y conseguir formar gobierno.
No hay choque, y sí irresponsabilidad (que achaco más en este caso a la sobreexposición mediática que a un razonamiento realmente asumido de Levy). También problemas y conflictos de muy difícil solución, pero los hacemos aún más irresolubles quebrando los consensos y expulsando de facto de nuestra comunidad a gran parte de esos inmigrantes.