THE OBJECTIVE
Aurora Nacarino-Brabo

¿Para qué sirve una serpiente?

Un día de agosto, hará diez años, y a punto de marcharnos al río, observamos un punto de sangre en el hocico de Lilu, que lucía completamente deformado por la inflamación. La perra se había pasado toda la mañana ladrando en el jardín, sin que nadie le prestara atención. Solo entonces acudimos al lugar al que había estado dirigiendo sus bramidos, para descubrir una víbora enroscada en un rincón.

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¿Para qué sirve una serpiente?

Un día de agosto, hará diez años, y a punto de marcharnos al río, observamos un punto de sangre en el hocico de Lilu, que lucía completamente deformado por la inflamación. La perra se había pasado toda la mañana ladrando en el jardín, sin que nadie le prestara atención. Solo entonces acudimos al lugar al que había estado dirigiendo sus bramidos, para descubrir una víbora enroscada en un rincón.

Lilu nos había estado avisando del peligro, y el reptil se había defendido de las embestidas caninas. Afortunadamente, la picadura se resolvió sin grandes complicaciones para nuestra perra. En mi pueblo tienen la costumbre de acabar, azada en mano, con las víboras que, despistadas, se adentran en las propiedades. Pero aquel pequeño ofidio estaba de suerte.

Mi padre se calzó las Dr. Marteens de mi hermano, que atravesaba su etapa sharpera. Eran unas botas militares, robustas, que se alzaban hasta casi la rodilla. Se puso después unos guantes gruesos de podar y desenfundó dos armas terribles: en una mano, tomó las pinzas de girar las hamburguesas en la barbacoa; en la otra, asió con fuerza una escoba. El cuadro era irremediablemente cómico, pero ello no restaba un ápice de tensión a la situación.

Con el pulso tembloroso, papá se aproximó a la serpiente, que lanzaba dentelladas contra el cepillo de barrer. Fue una lucha titánica, pero, finalmente, mi padre logró reducir a la víbora con la escoba. Tomó al animal por el cuello con las pinzas de cocina y lo alzó en el aire. Mis hermanos, mi madre y yo contemplábamos la escena encaramados en sillas de jardín, entre miradas de expectación y gritos de histeria. El pobre reptil, que tenía más miedo que nosotros, se retorcía en el vacío. Entonces, papá dejó caer al animal en el fondo de una bolsa de tela, de esas que se usan para guardar el pan, y luego la introdujo en una mochila de deporte.

Cargó la mochila en el coche y con la serpiente se marchó lejos del pueblo. Tomó el camino que sale de Valdetorre, ese que ahora va a parar a la ermita de San Olav, y allí, cerca del río, se la devolvió al campo. Luego regresamos a nuestro jardín, ya exento de amenazas, en el que después se instalaron varios sapos, que salían por la noche a darse una ducha bajo los aspersores. Y ocupó la hiedra un lagarto que se hacía cargo de los insectos, y vino a vivir con nosotros una tortuga grandona, que mi tío había encontrado en mitad de la calle, y a la que pusimos una piscina a la sombra de un hibisco.

Todo lo que hoy considero importante lo aprendí aquellos veranos en Covarrubias. Todo lo que me hace feliz en la vida está en esos bosques de sabinas y de encinas, en las montañas donde una tarde me crucé con dos lobos taciturnos, en los sembrados que hociquean los corzos al amanecer, en el agua del Arlanza, donde se bañan las nutrias; en aquel camino polvoriento, por el que se alejó reptando una víbora estresada.

Una vez, un buen amigo me rebatió la idea de que debiéramos salvar a la fauna salvaje de la extinción. ¿Para qué sirve un guepardo? ¿Y un oso? ¿Un elefante?, quiso saber. Responderé, también yo, con una pregunta: ¿Para qué sirve una serpiente?

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