La crisis migratoria según san Mateo
El economista de la desigualdad Branco Milanovic ha acuñado un concepto verdaderamente útil para entender lo que está pasando: el de renta de ciudadanía. Con él quiere expresarse una realidad sencilla a menudo pasada por alto: así como las personas obtienen su bienestar de una serie posible –y en el caso más ventajoso, acumulativa– de rentas (del trabajo o del capital, pero también las de origen familiar o las que somos capaces de extraer de un particular talento con el que la naturaleza nos dotó), los ciudadanos resultan premiados o penalizados en su posición patrimonial según nazcan en un país rico o pobre. Es indudable que haber visto la primera luz en Europa, en algún momento posterior a la última guerra, devenga de por sí unas rentas que no están al alcance de la mayoría de aquellos que nacen en vastas porciones del resto del mundo. En un mundo desigual, nos dice Milanovic, la pregunta «¿A qué te dedicas?» es acaso menos relevante que esta otra: «¿De dónde vienes?».
El economista de la desigualdad Branco Milanovic ha acuñado un concepto verdaderamente útil para entender lo que está pasando: el de renta de ciudadanía. Con él quiere expresarse una realidad sencilla a menudo pasada por alto: así como las personas obtienen su bienestar de una serie posible –y en el caso más ventajoso, acumulativa– de rentas (del trabajo o del capital, pero también las de origen familiar o las que somos capaces de extraer de un particular talento con el que la naturaleza nos dotó), los ciudadanos resultan premiados o penalizados en su posición patrimonial según nazcan en un país rico o pobre. Es indudable que haber visto la primera luz en Europa, en algún momento posterior a la última guerra, devenga de por sí unas rentas que no están al alcance de la mayoría de aquellos que nacen en vastas porciones del resto del mundo. En un mundo desigual, nos dice Milanovic, la pregunta «¿A qué te dedicas?» es acaso menos relevante que esta otra: «¿De dónde vienes?».
Da lo mismo que esta sea una ventaja no ganada, por definición azarosa, tanto como un billete de lotería premiado: es previsible que muchos de aquellos que han sido agraciados con esta renta de ciudadanía o de nacionalidad tiendan a defenderla con orgullo si la sienten amenazada por recién llegados. Atención, no siempre las penalidades socioeconómicas estarán detrás del rechazo al foráneo: a menudo un racista no es más que un racista. Puede que la tesis de «los perdedores de la globalización» explique parcialmente la pandemia populista, pero no debemos permitir que blanquee o disculpe la xenofobia, virus de una cepa que no necesita de la desigualdad para propagarse. Y sin embargo, los que apostamos por un liberalismo cosmopolita haremos bien en recordar lo contraintuitiva que puede parecer a veces la solidaridad. Aspiramos a que nuestros países se parezcan a esa viña evangélica, en la que los jornaleros llegados a última hora reciben la misma renta que los contratados al alba; pero quién podría asegurar que nosotros mismos, en una coyuntura complicada, no interpretaríamos, en la parábola contada por Mateo, el papel de quien se irrita ante la igualitaria manera en que Dios administra los recursos de su hacienda. El nacionalismo no es más, suele recordar Arcadi Espada, que pensar que por haber estado primero se tienen más derechos. En un año en que en las elecciones en Francia y Alemania habrá quien haga valer con ímpetu su precedencia cronológica en el reparto de los recursos, no está de más recordar el profundo aliento ético de una parábola evangélica que nos impele a dar lo mismo, el mismo denario básico y esencial al menos, al último y al primero: al que huye de la miseria o la guerra y al que nació en la viña afortunada.