Desobedecer... ¿como Gandhi?
Si algo hay que reconocerle al nacionalismo catalán es su capacidad lakoffiana de establecer el marcos mentales en que se desarrolla el debate público. Y no solo en Cataluña, sino también en el resto de España. Así es como conceptos como “elecciones plebiscitarias” –en realidad, unas elecciones autonómicas iguales a las anteriores– pasaron a ser parte del lenguaje habitual periodístico, desde Tv3 hasta Antena 3.
Si algo hay que reconocerle al nacionalismo catalán es su capacidad lakoffiana de establecer el marcos mentales en que se desarrolla el debate público. Y no solo en Cataluña, sino también en el resto de España. Así es como conceptos como “elecciones plebiscitarias” –en realidad, unas elecciones autonómicas iguales a las anteriores– pasaron a ser parte del lenguaje habitual periodístico, desde Tv3 hasta Antena 3.
Con el término desobediencia pasa un poco lo mismo. Además de partir del flagrante equívoco de que la desobediencia es siempre civil (porque cuando la ejercen las instituciones tiene otro nombre, mucho peor), los que la invocan no aceptan sus consecuencias.
Mahatma Gandhi, ese indio con quien se comparó Artur Mas, aceptaba las consecuencias de la desobedencia, que siempre es el castigo, la pena. Los chicos de la CUP abrieron el ayuntamiento de Badalona durante la festividad del 12 de octubre, pero luego alegaron ante la justícia que, en realidad, no estaba abierto al público y que, eccola qua, ¡no desobedecieron!
La Cataluña de los últimos tiempos es especialista en montar aquelarres en las puertas de los ayuntamientos y los juzgados. O desembarcando en comitiva a Madrid para defender a Homs. Su próxima gestualidad será explicar este martes el llamado proceso independentista en Bruselas, a la espera de obtener el beneplácito para un referéndum.
Lo que aún ignoran es que, si las puertas del ayuntamiento de Badalona siguen abiertas -en días laborales-, las de Bruselas quedarán cerradas. Invocar el apoyo de la Unión cuando lo que se pide es un desafío en línea al de Le Pen, Grillo y Farage, es emblemático del caos que reina en tierra catalana. Y evidencia la falta de voluntad del nacionalismo catalán de pagar las consecuencias de su pulso con el pacto europeo. Más honrado sería, e incluso políticamente rentable, sumarse a la ola neonacionalista y alegrarse por el brexit y la llegada de Trump.