Gloria y miseria de Calatrava
Hay una pauta Calatrava. El chalaneo, según documenta el periodista Llátzer Moix en su imponente alegato Queríamos un Calatrava, suele comenzar con una fastuosa exposición en la ciudad en la que el estudio pretende estampar su firma, prosigue con la cesión gratuita al municipio de un proyecto de postín y madura con el agasajo al político de turno, que al punto se persuade de que una obra del afamado arquitecto no sólo prestigiará el lugar sino también su mandato. El precio es desmesurado, sí, pero nadie dijo que la excelencia sea barata. Además, no se trata únicamente de una construcción; lo que hace Calatrava es arte, por lo que atraerá turistas de todo el mundo. Bien mirado, tal vez no sea tan caro; tal vez sea una inversión.
La inconcreción, a menudo inconclusión del diseño despierta los primeros recelos entre los técnicos de la concesionaria, que además deben lidiar con continuos retoques, las más de las veces injustificados o refractarios al entorno. (Eso en el mejor de los casos. En el aeropuerto de Bilbao, los bancos, para los que Calatrava exigió, so pena de romper la baraja, roble canadiense, acabaron pintados de blanco, por lo que hubiera dado igual que mandara traer pino malayo.) El coste, ya de por sí exorbitante, se convierte en papel mojado, y los 200 del inicio pasan a ser 400 con acusada tendencia a los 500. El cliente, que empieza a sospechar que está siendo víctima de un saqueo, trata de embridar al arquitecto, al que, por cierto, apenas han visto por la obra, pues atiende simultáneamente otros cinco encargos de parecida entidad. La inauguración, finalmente, se celebra a cara de perro. No sólo por la sangría presupuestaria o la demora en la entrega, sino porque algunas de las baldosas han empezado a desprenderse… Y no obstante, en las fotos, el artefacto en cuestión luce de maravilla.
Moix, maestro en el arte de convertir la arquitectura en un relato palpitante, autor del celebradísimo La ciudad de los arquitectos, sobre la transformación urbanística de Barcelona a rebufo de su designación como sede olímpica, se encara en Queríamos un Calatrava con algunas de las obras más conocidas, también para mal, del multiartista valenciano. Éste, maliciándose que el autor no tenía en mente un panegírico, declinó hablar con él. Sí lo hicieron la mayoría de sus damnificados y muchos de sus ex colaboradores (no siempre identificados, en lo que es, a mi juicio, el único lunar del libro). Uno de las voces más ilustrativas es la del arquitecto Josep Acebillo, que ocupó cargos de relevancia durante treinta años en el urbanismo barcelonés: «[A Calatrava le gusta moverse en un régimen de abundancia. […] Voy a intentar explicarlo con una imagen doméstica. Si ahora le invitásemos a almorzar a casa, es muy probable que echara un vistazo al comedor y nos dijera: ‘Deberíamos mover la mesa y ponerla donde está la pared; así nos sentiríamos más cómodos. ‘Seguro que sí’, le responderíamos, ‘pero para eso habría que tirar la pared’. ‘Pues se tira’, replicaría Calatrava. ‘No podemos, es de carga’, contraatacaríamos. ‘¿Cómo que no? Yo te hago gratis un proyecto para tirar el muro, aunque sea de carga’. Y si le hiciéramos caso, lo más probable es que al final, para realizar el proyecto, hubiera que comprarle medio piso al vecino».
Con todo, Queríamos… no es un libelo (a la manera en que lo es, por ejemplo, el Juicio a Kissinger del maestro Hitchens). Moix, que ha visto, tocado y transitado los edificios de los que habla, admite a cuenta gotas, casi dando su brazo a torcer, ciertos destellos de genialidad de su procesado, y esos contadísimos halagos constituyen, antes que una coartada, un hermoso prurito de objetividad. El retrato que resulta es el de un individuo cenital, arrogante, insufrible, un workaholic empeñado en dejar su huella en el orbe, de Oviedo a Chicago y de Malmö a Nueva York. Un individuo, digámoslo ya, fascinante, si bien no siempre por las razones que él querría.