El amanecer del hombre europeo
En los últimos años hemos asistido a una reacción contra el orden liberal hegemónico desde la caída del comunismo. Ha sido una respuesta a la integración política, a las sociedades abiertas, a la libertad de movimientos, a la convivencia en la diversidad.
En los últimos años hemos asistido a una reacción contra el orden liberal hegemónico desde la caída del comunismo. Ha sido una respuesta a la integración política, a las sociedades abiertas, a la libertad de movimientos, a la convivencia en la diversidad.
El rechazo a los postulados de la democracia liberal ha tenido consecuencias más o menos dramáticas. El futuro de la Unión Europea se anuncia incierto tras el referéndum que propició el Brexit. A lo largo y ancho del viejo continente han emergido partidos populistas de corte xenófobo con un discurso antiinmigración, antiestablishment, antieuropeísta y antiislam. A las habituales tribulaciones europeas se ha sumado ahora la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, que ha dejado vacante el liderazgo occidental.
Sin embargo, hay que saber leer las oportunidades que nos brinda cada crisis. Hace solo tres días mi timeline de Twitter se llenó de comentaristas entusiastas del Grand Debat que enfrentaba a los cinco candidatos de la carrera presidencial francesa. Nunca vi tal grado de información y seguimiento de una campaña extranjera (¿extranjera?): todo el mundo parecía conocer al detalle a los candidatos y sus programas.
Unos días antes, había detectado una expectación semejante durante la jornada electoral y el posterior recuento en Holanda. Algunos tuiteros contenían la respiración, esperando que Wilders, el candidato islamófobo, pinchara. Otros debatían sobre si la mejor opción de progreso la constituían los ecologistas de la GroenLinks o los liberales del D66. Alguno más se apresuraba a constatar la debacle socialdemócrata, que confirmaba en Holanda su descalabro universal.
También seguimos, con el alma en vilo, la victoria del candidato verde Van der Bellen sobre el ultraderechista Hofer en Austria. Y el referéndum para la reforma constitucional en Italia. Y antes fue el Brexit, que nos dejó hechos polvo. A los jóvenes de mi generación, que hemos vivido en Londres, en Brighton, en Edimburgo. A los que todavía están allí. Fue una tristeza a la que resultaba difícil poner palabras, porque era aquel un sentimiento nuevo: de repente nos dimos cuenta de que el Reino Unido era nuestro país, nuestra casa. También la de quienes no lo habían pisado nunca.
Nada ha hecho tanto por la construcción del demos europeo como esta crisis del liberalismo y la integración. Con la presidencia de Trump hemos descubierto en Merkel a la nueva líder del mundo libre, y con las inercias disgregadoras, hemos comenzado, por fin, a movernos hacia una Unión de varias velocidades. Solo cuando estamos a punto de perderla comprendemos que Europa somos nosotros. En medio de la tormenta nos sentimos más compatriotas que nunca, y nos duele el adiós del Reino Unido, y nos duele Marine Le Pen. Y los muertos de Londres, de Niza, de Bruselas son también nuestros muertos. Sé que no está de moda ser optimista, pero, quién sabe: quizá estemos asistiendo, por fin, al amanecer del hombre europeo.