Una luz gastada
Me gustaría escribir con una luz gastada y vieja, ensombrecida por el peso de los días; y no bajo la luz nueva y virgen, ligeramente pudorosa, de la mañana.
Me gustaría escribir con una luz gastada y vieja, ensombrecida por el peso de los días; y no bajo la luz nueva y virgen, ligeramente pudorosa, de la mañana. Una luz gastada, sí, que no sea carne de mito, ni puedan manosear las utopías, sino que recuerde a Europa y beba de sus fuentes: Homero y Esquilo, Heródoto y Platón, Séneca y Virgilio. Me gustaría usar una lengua que ya no es nuestra ni volverá a serlo; una lengua que apenas comprendo y que ha sido levadura de los siglos. Me gustaría poder acudir a una luz que reconozca en la memoria los despojos del mundo, ya cuando el día se inclina.
Y pienso en la promesa de una luz no usada, como celebró nuestro gran fray Luis de León, y en las consecuencias de una luz nueva, sin culpa ni mácula, sin peso ni dolor; una luz edénica, anterior a la Historia, que reclama una y otra vez su presencia en el mundo. Y pienso entonces que esa luz fue también la que alumbró la Revolución Soviética y el arte contemporáneo; y la que niega la naturaleza humana y la que conjura –como hace Harari– al Homo Deus, con nuestros genes manipulados, nuestro cuerpo robotizado y nuestra conciencia almacenada e inerte en unos cuantos bits de inteligencia artificial, perpetuamente entrelazados, besando el cuerpo artificial de un cíborg, leyendo quizás al Dante pero en sentido inverso; no ya del Infierno al Paraíso, en una escala ascendente que recoja las llagas de la vida, sino todo lo contrario: dispuestos al extravagante gozo de una distopía que se pretende libre de las penosas servidumbres del mal.