Un reflejo nervioso
En una nota del 29 de mayo de 1941, el capitán de la Wehrmacht Ernst Jünger explica que supervisó el fusilamiento de un soldado condenado por deserción. Al principio dudó si debía aceptar el encargo o inventarse algún tipo de excusa.
En una nota del 29 de mayo de 1941, el capitán de la Wehrmacht Ernst Jünger explica que supervisó el fusilamiento de un soldado condenado por deserción. Al principio dudó si debía aceptar el encargo o inventarse algún tipo de excusa. Luego pensó: “quizá sea mejor que estés allí tú y no otro cualquiera”. En sus diarios, refleja con precisión clínica los últimos momentos del condenado: la mosca que corretea por su mejilla, la lectura de la sentencia, la oración del capellán, el crucifijo de plata que besa el soldado, el cartoncillo rojo cosido al pecho que servirá de diana, las facciones de su rostro al caer, la palidez de la muerte. De regreso a París el escritor alemán cede a la depresión, ante lo cual el capitán médico le explica que “los gestos del moribundo no fueron otra cosa que reflejos nerviosos, sin significación ninguna”. Sin embargo, Jünger ha percibido algo muy distinto en esa ejecución, algo que no explicita pero que sí insinúa: «El capitán médico –escribe– no ha visto lo que yo sí he contemplado con una evidencia atroz».
Lo que Jünger ha sentido es el horror de la nada cuando se pone en relación con el dolor y la muerte ¿Se puede sobrevivir sin ningún tipo de sentido; sin ninguna vinculación, digamos, no ya con la trascendencia, sino al menos con la compasión y la dignidad humanas? Es un debate que nos ha acompañado a través de los siglos. Para Homero la historia es una fuerza ciega, incontrolable, que ni siquiera los dioses pueden domesticar. El sometimiento a las pasiones –la violencia, la enfermedad, el odio, el deseo de poder– conduce al hombre hacia una especie de destino trágico que actúa a modo de predestinación. Nadie se libra del dolor ni del mal. Pero preguntarse por la humanidad es también hacerlo sobre la última palabra, sobre el sentido. Reflexionando sobre la Ilíada, la filósofa Rachel Bespaloff escribirá algo muy hermoso al respecto: «No es en sus actos, sino en su manera de amar, en la elección del amor, donde Homero desvela la naturaleza profunda de los seres». Y a continuación, comenta una de las escenas más lacerantes de toda la literatura griega: aquélla en que el rey Príamo se humilla, baja de su palacio e implora al asesino de su hijo, Aquiles, que le devuelva el cuerpo del héroe troyano, Héctor. Aquél, conmovido, se lo entrega diciendo: “Dejemos reposar los dolores en nuestras almas, sea cual sea nuestra aflicción”. En esta contraposición, que es un retrato de la humanidad herida, surge un extraño sentido: el del mutuo reconocimiento en el dolor compartido y en la necesidad de la compasión.
La liturgia de estos días nos prepara además para el Triduo Pascual, la conmemoración de un dolor que para los cristianos termina en la Resurrección y para los no creyentes en el silencio del Sábado Santo. El sufrimiento inexplicable se adentra en el misterio de la noche y queda preservado en ese silencio de los siglos. Y permanece allí, como en ese diálogo que mantuvo el oficial alemán Ernst Jünger con el capitán médico de la compañía después del fusilamiento de un desertor. «Los gestos del moribundo no fueron otra cosa que reflejos nerviosos, sin significación ninguna». A lo que el escritor respondió: «El capitán médico no ha visto lo que yo sí he contemplado con una evidencia atroz». De trasfondo, el tiempo de los desolladores.