La irreversibilidad y la gestión de la ausencia
Un niño o una niña de esa edad, como Miquel, el hijo de Carme Chacón, debería tener el derecho a la metáfora y a la gradación, al palíndromo en clase de lengua, en el aprendizaje de los hechos “irreversibles” de la vida.
“Aujourd’hui, maman est morte”. Así empezaba Albert Camus El extranjero. La aparente frialdad con la que Mersault recibe la noticia a través de un telegrama directo (“Mère décédée. Enterrement demain. Sentiments distingués”) contrasta con las páginas de la novela. De alguna forma, él ha muerto también. Incapaz de sentir empatía, la vida transcurre en una atmósfera monótona de aburrimiento, de pesada atonía emocional. Y es algo parecido a lo que le ocurre a Pietro Paladini, ejecutivo de una compañía audiovisual y personaje principal de Caos Calmo, una novela de Sergio Veronesi que protagonizó Nanni Moretti en el cine hace no muchos años. Se pregunta durante la primer parte del libro por qué no está tan abatido como cree que debería estarlo ante la muerte repentina de su mujer, aunque es consciente de que el golpe llegará.
Su reacción al hecho inesperado es también extraña, como la de Mersault: Pietro se olvida de todos los problemas de su empresa (pendiente de una fusión que puede trastocar su vida) y se planta con su coche durante todo el día frente al colegio de su hija Claudia, de unos 10 años. Su BMW corporativo es ahora su oficina, y por la plaza frente al colegio donde lee la prensa o los informes de la fusión van pasando los extrañados y preocupados amigos, hermanos y compañeros para consolarle, para saber cómo está y cuándo piensa retomar su vida. Le sugieren que su reacción es extraña. Él les dice que está bien, que cuida de Claudia, que allí en la plaza tiene todo lo que necesita. Pietro siente una necesidad extrema de cuidar de su hija frente al hecho irreparable de la ausencia temprana de su madre. Y quizá porque no hay nada que se pueda hacer para compensar esa pérdida, su reacción es extrema, un palo de ciego en una oscuridad sin remedio.
Es precisamente su hija la que, en un intercambio de supuestos papeles, acaba consolando y centrando a su despistado padre. A través de la figura del palíndromo, Claudia aprende en clase de lengua el significado de la “irreversibilidad”. Su profesora les enseña que “I topi non avevano nipoti” (“los ratones no tenían nietos”) puede leerse en ambos sentidos, pero que ese hecho es una rareza, y que las cosas bellas en la vida suceden una vez y, por lo general, no vuelven a suceder. Vienen otras, pero no la misma. Y ella se lo cuenta a su padre ante la puerta del colegio, para decirle que no puede estar allí todo el día, como un guardián.
Pese a sus escasos 10 años, se lo dice con todo el tacto del que es capaz, consciente como es del sufrimiento y del significado del gesto (aun errado) de su padre. Pietro no parece entenderlo, hasta que ella le dice que su reacción provoca chanzas entre el resto de sus compañeros y que, de alguna forma, ella es la hazmerreír de la clase por su culpa. Él lo entiende de golpe, y liberado al ver que su hija sigue en pie tras la muerte de su madre, deja que su fortaleza asediada se venga abajo durante un momento de desahogo en el que estalla en lágrimas inconsolables dentro del coche. Su hija está ya de vuelta y feliz con sus compañeros, en clase con sus amigos.
Hay un pasaje en el libro y en la película que explica bien la distinta mirada del niño y el adulto ante la muerte temprana. Pietro/Moretti duerme y Claudia aparece feliz al amanecer, dando saltos en su cama, pidiéndole a su padre que se despierte porque, sorprendentemente, está nevando en Roma. “Va a ser una Navidad preciosa”, le dice su padre aún adormilado, fingiendo algún tipo de entusiasmo. “Te haré un regalo grande, el que sea”, le dice, trasluciendo de nuevo su deseo de cuidar de ella, de compensar la ausencia que no se puede compensar. Claudia sólo quiere que su padre vea la nieve. Pocos días después, le pide el regalo prometido: que se vaya de la puerta del colegio y vuelva a la normalidad para ella poder volver a la suya en el colegio. El curso de la vida, pese a meandros y represas, se ha impuesto.
Un niño o una niña de esa edad, como Miquel, el hijo de Carme Chacón, debería tener el derecho a la metáfora y a la gradación, al palíndromo en clase de lengua, en el aprendizaje de los hechos “irreversibles” de la vida. Pero cabe el consuelo de que, cuando esto es negado por la realidad de la muerte, son ellos los que primero lo comprenden a su forma y nos lo transmiten. La vida, a los 8 o los 10 años, se impone. Los estímulos (una nevada inesperada, la risa de un compañero de clase) son demasiados a esa edad como para detener el impulso de una existencia creada por otra, y por tanto llamada a fin de cuentas a prevalecer sobre ella. Extrañamente, somos los adultos que estos días nos hemos acordado de Miquel, los que seremos finalmente consolados por él al verle feliz, echándonos de la plaza frente a su colegio porque quiere jugar tranquilo con el resto de la clase.
Fue precisamente Nanni Moretti (esta vez también como director) quien narró el duelo adulto por la pérdida de una madre (antes lo había hecho magistralmente con la del hijo en La stanza del figlio) en una película que recupero estos días tras la noticia del fallecimiento inesperado de Chacón. Y recupero también un libro artesanal que compré en un mercadillo de Buenos Aires hace algunos años, de Rodrigo García. Me llamó la atención por el diseño y el título, Borges, y en él encontré una frase que siempre me viene al recuerdo cuando sé que alguien cercano ha perdido a su madre: “Cuando se muera mi madre, se va a morir mi memoria, porque mi madre sabe el día y la hora y la cara que puse delante de todo lo que me ha pasado en la vida. Cuando se muera mi madre, no voy a saber nada, por la poca importancia que le di a mis pasos –los tomé como lo que son, pasos– y ya está”.
Convivir con las contradicciones y gestionar las ausencias son los logros esenciales de la madurez, y nadie debería afrontarlos con anticipación. Paradójicamente, el que tiene la desgracia de hacerlo es quien consuela y da esperanza a los demás. Ver a Miquel crecer y saber que se sorprende con la nieve, con el día a día de su clase de primaria, será la mayor dosis de esperanza. De que, pese a todo, hay un propósito por el que seguir adelante cuando parece que no hay forma de lograrlo.