Envidia de Pablo Iglesias
Hace tiempo que caí en la cuenta de que envidio a Pablo Iglesias. El motivo de mi cainita bajeza podría figurar dentro de los márgenes de la estética, ya que posee una mata de pelo tan boscosa y saludable como exangüe y quebradiza es la mía. Otra causa que podría haber incitado mis celos es la facilidad que tiene el diputado para vivir con desapego a los bienes atractivos del mercado. Quizá la exhibición de su inmueble en televisión sólo fuera atrezzo proletario y haya halcones malteses ocultos entre sus salmorejos de marca blanca, pero sí estoy segura de que a Pablo no le come el coco la agónica trampa de las modas, y yo no puedo jactarme de ello.
Hace tiempo que caí en la cuenta de que envidio a Pablo Iglesias. El motivo de mi cainita bajeza podría figurar dentro de los márgenes de la estética, ya que posee una mata de pelo tan boscosa y saludable como exangüe y quebradiza es la mía. Otra causa que podría haber incitado mis celos es la facilidad que tiene el diputado para vivir con desapego a los bienes atractivos del mercado. Quizá la exhibición de su inmueble en televisión sólo fuera atrezzo proletario y haya halcones malteses ocultos entre sus salmorejos de marca blanca, pero sí estoy segura de que a Pablo no le come el coco la agónica trampa de las modas, y yo no puedo jactarme de ello.
Ahora bien; envidio a Pablo por encima de todo ese poder de persuasión y ese numantino empuje para convertir a un partido lactante en un fenómeno social. Estoy convencida de que no lograría un éxito gemelo del suyo ni aun disponiendo del padrinazgo de los medios de masas. Los estrados y las ágoras no son mi hábitat natural, y ello escuece cuando eres consciente de que tienes mucho más que decir que el salvador de Vallecas o, a diferencia de él y su perpetuo rictus de irritación, eres una buena chica.
Sí, yo creo ser Abel, el ojito derecho de Yahvé, la que nunca arremetería contra el sistema, la que avisa al camarero si la cuenta está mal calculada y tiende la voluntad a los menesterosos. A mí nunca se me ocurriría decir palabrotas en el Congreso; soy toda candidez y pestañeo. Quizá me lo merezca porque, como ya osó aventurar Unamuno en Abel Sánchez, de tanto mascar mis melifluas virtudes de modosita Abelita he acabado por ser peor que mi hermano el que se echó al monte. “Seguro que Abel restregaba por los hocicos de Caín su gracia”, apostaba.
Siempre empaticé en la parábola por excelencia con el buen hijo, el que administra obediente la propiedad, y tiene que soportar que le maten un becerro al disoluto del hermano pródigo que vuelve apelando a la pena tras años de fornicio y derroche. Oiga, no. Los que no irrumpimos en las instituciones con maneras de Facundo Quiroga también tenemos derecho a que los micrófonos nos galanteen.
Aún me queda un consuelo: la envidia es tan humana… Hasta el pobre tiene envidia de otros pobres, recogía Hesíodo en Los trabajos y los días. Al menos yo sólo aspiro a mejorar mi salud capilar y a ser tomada en serio de tarde en tarde. El mismo Zeus cogió ojeriza a Prometeo por competencia desleal con un milagro ígneo y lo condenó al tormento eterno del águila hepatófaga que conocemos. Y Dios también tuvo celos –qinah, en hebreo-. Lo normal cuando al pueblo con el que refrendaste la más noble alianza le da por coquetear con ídolos babilonios horteras de menor caché. Menos mal que todavía no las gastaría como en el Antiguo Testamento con aquellos que me ensombrecen. Cosas de ser como Abel.