Los hombres maravillosos
Algunos filósofos e historiadores rodean de prodigios la cuna de la soberanía. Presentan a fundadores como Moisés, Licurgo, Numa, Mahoma o Carlomagno investidos de un poder extraordinario y bajo un ascendiente divino; todos ellos son genios inspirados y hombres portentosos; tal es la condición, nos dicen, para reconocer al verdadero conductor de pueblos, lo cual explica la dificultad en la que nos hallamos a la hora de reputar como tal a un Mas, a un Puigdemont o a un Junqueras.
Algunos filósofos e historiadores rodean de prodigios la cuna de la soberanía. Presentan a fundadores como Moisés, Licurgo, Numa, Mahoma o Carlomagno investidos de un poder extraordinario y bajo un ascendiente divino; todos ellos son genios inspirados y hombres portentosos; tal es la condición, nos dicen, para reconocer al verdadero conductor de pueblos, lo cual explica la dificultad en la que nos hallamos a la hora de reputar como tal a un Mas, a un Puigdemont o a un Junqueras.
Es rasgo de nuestro tiempo que los legisladores sean reemplazados por funcionarios y por agitadores electorales desprovistos de fatalidad. Seríamos sus cómplices, no obstante, si su ardor fuera verdadero, si tuvieran un destino y corrieran hacia él en pos del martirio, pero no tienen ni siquiera la excusa de ser destructores genuinos; en la economía de cada uno de sus gestos está implícita la necesidad de la fuerza para consumar sus designios, pero carecen de la osadía y del vigor necesarios; de hecho, al querer darle una pátina de legalidad a lo que sólo puede ser disruptivo y violento, los nacionalistas le hacen el juego a su adversario y acaban enredándose en sus argumentos, en sus razones legales, en un toma y daca ocioso, en una querella dialéctica sobre posiciones perdidas de antemano; así, cuando los nacionalistas cifran sus aspiraciones en el derecho a la autodeterminación y en la soberanía, los constitucionalistas les recuerdan que la existencia del Estado nacional impide que se pueda ejercer la autodeterminación de una parte de su territorio; cuando los constitucionalistas alegan que no hay nacionalidades, sino caracteres nacionales, que cada parte está obligada a mantener el Estado tal cual es, pues sus principios constituyentes se penetran, los nacionalistas responden que las mismas leyes no convienen a pueblos distintos, que Cataluña y España ni tienen alma general ni unidad moral y que no se puede hablar de pacto desde el momento en el que existen muchos principios nacionales en el mismo territorio; y sentencian que no quieren tener la nación invadida por un usurpador empeñado en pasar por ley lo que es desafuero o injusticia. Conforme con estos extremos, Puigdemont insiste, por su parte, en que no hay una voluntad explícita de vivir juntos bajo un mismo gobierno en el presente, y tiene la ambición de darle independencia jurídica a Cataluña; Puigdemont cree que una Cámara territorial como el Parlament puede decretar por mayoría de votos que un pueblo no tenga tal Estado, sino tal otro; no sin engaño, confía en la eficacia de una Cámara cuya legitimidad limitada viene prescrita por el poder que la Constitución española le otorga, una Constitución que hace que el propio Puigdemont sea actualmente un gobernante de derecho y no de hecho.
La obra instituyente que impulsa el President es puramente humana, huérfana de milagros y de esas personalidades pasmosas que describen los historiadores y los filósofos de antaño en torno a la fundación de los pueblos; como todas las cosas humanas, está plagada de defectos y de insuficiencias, pero posee una gran capacidad movilizadora y el potencial de suscitar choques violentos; por ello, sólo cabe anhelar esa prudencia que aconseja no alimentar ansias y pasiones, y, a falta de prohombres, conformarse con una mano habilidosa.