Los poderes de la CUP
La constatación de que un grupúsculo antisistema como la CUP puede determinar los presupuestos generales de Generalitat y las facetas más escabrosas del proyecto de secesión da una idea de la azarosa circunstancia que la sociedad catalana lleva viviendo desde hace tiempo. La CUP dio su apoyo a Junts pel Sí –es decir, Convergència y ERC- a cambio de que descabalgasen a Artur Mas y le sustituyeran, ya mucho más allá del principio de Peter, por Carles Puigdemont, aunque ambos comparten una aparatosa ignorancia sobre el Estado de Derecho y sobre la política y, en concreto, sobre la historia política de Cataluña y de toda España. Estamos en el ámbito del mito, irracional y primario. Los 300.000 votos de la CUP y sus diez escaños condicionan el futuro inmediato de una sociedad que por su parte ya ha desconectado de la desconexión, al contrario del microcosmos político nacionalista.
La constatación de que un grupúsculo antisistema como la CUP puede determinar los presupuestos generales de Generalitat y las facetas más escabrosas del proyecto de secesión da una idea de la azarosa circunstancia que la sociedad catalana lleva viviendo desde hace tiempo. La CUP dio su apoyo a Junts pel Sí –es decir, Convergència y ERC- a cambio de que descabalgasen a Artur Mas y le sustituyeran, ya mucho más allá del principio de Peter, por Carles Puigdemont, aunque ambos comparten una aparatosa ignorancia sobre el Estado de Derecho y sobre la política y, en concreto, sobre la historia política de Cataluña y de toda España. Estamos en el ámbito del mito, irracional y primario. Los 300.000 votos de la CUP y sus diez escaños condicionan el futuro inmediato de una sociedad que por su parte ya ha desconectado de la desconexión, al contrario del microcosmos político nacionalista.
La CUP es abiertamente anticapitalista y pone en cuestión –desde su ideología “okupa”- los fundamentos de la propiedad privada. Es algo rigurosamente incompatible con la naturaleza de Convergència, ahora PDeCAT. Del mismo modo, Convergència fue fundada en el monsterio de Montserrat y con un claro componente católico. Más allá del impacto devastador del caso Pujol, ¿qué pensarán los viejos votantes convergentes cuando un socio parlamentario como la CUP pide que se convierta la catedral de Barcelona en un economato y se la desligue radicalmente de su naturaleza cristiana?
Ciertamente, en unos años, si todo acaba de la forma menos disruptiva, muchos ciudadanos de Cataluña echarán la vista atrás y no sabrán explicarse cómo se pudo llegar al actual callejón sin salida. Parece improbable que Puigdemont dé un golpe de timón y suspenda “sine die” la concreción secesionista. Se le ve incapaz de percibir la magnitud de lo que está en juego. Es un político cien por cien nutrido por la endogamia del nacionalismo y sin el menor vínculo con el catalanismo posibilista que lograba consensos y pactos. Pero ya entonces, en los años del pujolismo, era sintomático que Jordi Pujol se negase a participar en el gobierno de España, como le propuso UCD, el PSOE y también el PP. Cambó, en cambio, fue ministro y alentó el intento de salvar la monarquía con el Centro Constitucional. Ahora, cuando la CUP descuelga el retrato del Rey del salón de sesiones del ayuntamiento de Barcelona, Convergència calla y da un paso más hacia su extinción total. O saca pancartas cuando el Felipe VI va al Congreso de los Diputados para celebrar los cuarenta años de las primeras elecciones. Abundan los electores catalanes que se han dado cuenta de la sinrazón de la CUP pero, a pesar de la demoscopia, no saben a quién votar. Sin referéndum, habrá nuevas elecciones autonómicas, fundamentales para una futura estabilidad de la política catalana. Tal vez haría falta que toda una generación política se hiciera el harakiri.