Desde que el nacionalismo catalán emprendió su huida hacia delante ha proporcionado sobradas muestras de su afán por interceder en el máximo número de eventos y espacios comunicativos, institucionales y sociales posibles. Las fuerzas políticas declaradas independentistas han acrecentado una constante politización de la vida civil catalana. Una politización, cabe decir, esencialmente orientada a alentar un debate binario al que van a morir la práctica totalidad de los asuntos públicos. Sin embargo, no es la ausencia de matices el componente más iliberal del ‘procés’ y su actual deriva.
Así lo acreditan no solo la instrumentalización de la radio televisión pública, sino varios episodios sucedidos en ámbitos que no deberían ser salpicados por los dejes y manías de ningún Ejecutivo. Son habituales, por ejemplo, las noticias que relatan cuál es la última universidad o club de fútbol que se adhiere al enésimo pacto por la autodeterminación de Cataluña que promueve el Govern. Ha habido numerosos repartos masivos de ‘esteladas’ organizados por la ANC antes de algunos partidos del Barcelona FC. En 2014, la Universitat de Girona propuso retirar el título ‘honoris causa’ a la magistrada Roca Trias por su ejercicio profesional como miembro del TC. Hace un año, el independentismo reaccionó con un pregón alternativo al de Pérez Andújar en las Fiestas de la Mercè porque no era el canto al procés que deseaban para la capital catalana. Por no hablar de la invitación -también ANC mediante- de los farolillos con estelada para la cabalgata de los Reyes Magos.
Varios ejemplos, en suma, que no se explican sin la obsesión -transversal entre nacionalistas- por incluir la ideología en aquello susceptible de recabar atención mediática, en lugar de preservar la pulcritud y la neutralidad institucional. A toro pasado, cuesta dilucidar con honestidad si uno esperaba o no el vergonzoso espectáculo que una minoría de manifestantes orquestados ofrecieron el sábado en Barcelona con sus pitidos al Jefe del Estado y al gobierno de España. Parece evidente que el nacionalismo no quiso dejar de ser lo que es ni siquiera en una concentración contra el terrorismo y en memoria de las ya 16 vidas que se cobraron los asesinos en Barcelona y Cambrils. Empañaron, boicotearon e intentaron manchar la finalidad última de la convocatoria.
Intento frustrado gracias al civismo de la inmensa mayoría de presentes, pero un intento que explica algunas cosas. Si la presencia de esteladas era una forma de manifestación reivindicativa, como arguyen algunos, cabe afear bajeza moral a quienes no son capaces de elegir el momento óptimo para sus demandas -de oportunidades no carecen-. No es menos reprobable que la búsqueda permanente del conflicto territorial persiguiera, si no buscar el antídoto al terrorismo, sí establecer claros culpables: ahí quedan los carteles contra el rey. Las dos justificaciones fueron alentadas por organizaciones cercanas al Govern: la primera de la ANC -su exlíder preside hoy el Parlamento catalán- y la segunda por la CUP, socio preferente de Puigdemont.
Dudo, en consecuencia, que quepa esperar una condena firme del gobierno autonómico hacia esas actitudes en la manifestación. De momento nadie del gobierno de Puigdemont ha reprochado o desacreditado esas salidas de tono. Al contrario, el actual presidente de la ANC salió a defender a los que silbaron, confirmando así que su llamado fue para activistas de la independencia y no para manifestantes contra el terrorismo.
Afortunadamente, las imágenes que nos dejará la jornada son las del grito unánime ‘No tenim por’ y las de una mayoría apabullante de ciudadanos -cada uno con su bandera, aquel día guardada en casa- salieron a la calle olvidando sus diferencias. Se negaron a ceder -pese a la matraca- su voz a las intenciones de quienes quisieron patrimonializar la conmemoración. Fueron ellos, los cientos de miles de presentes, el principal escollo para que el sectarismo no triunfara: que tomen nota de esa victoria en las primeras filas del separatismo.